Héctor Abad Faciolince
elespectador.com
Estoy en contra de las corridas de toros, pero también en contra de su prohibición. Si uno acepta que una mayoría puede prohibir los toros por compasión animal, tendrá que aceptar que un día otra mayoría (probablemente religiosa), prohíba a todos los ciudadanos matar animales para comer carne. Voy a explicar mi postura, a sabiendas de que no va a satisfacer a taurinos ni a antitaurinos.
La tolerancia consiste en no prohibir lo que no nos gusta. Tolero, aunque no me gusten, las peleas de boxeo o la prostitución: no me gustan, pero tampoco las prohibiría. En este asunto no estoy muy lejos de lo que pienso sobre el suicidio, el tabaco o la heroína: no estoy de acuerdo (casi nunca) con que la gente se mate o se meta drogas pesadas, pero no prohibiría la decisión humana de hacerse daño a sí mismo. Si alguien decide matarse despacio, fumando, o matarse rápido, tomando cianuro, allá él.
El argumento más fuerte de los antitaurinos es que en las corridas se tortura a muerte a un animal. Que al ser el toro un mamífero superior, puede inferirse que su sufrimiento es tan real como el sufrimiento humano cuando nos hiere una espada. No pongo en duda que el animal sufre horriblemente. Así es y es trágico. Pongo en duda la consciencia plena de ese dolor, porque no sabemos cómo funciona la mente animal. El caso es que ese dolor que no niego, no me basta para prohibir. Por lo siguiente: los humanos hacemos sufrir a los animales, ahora y desde siempre; así mismo muchos animales hacen sufrir a otros animales (los cazan, los hieren, los muerden, los desgarran, se los comen). Los toros son un caso más, entre muchos, de injusticia animal.
Es una hipocresía discurrir contra las corridas de toros por la mañana y al mediodía comerse un sanguinolento filete de res. Me dirán: ese lomito no se lo obtuvo con tortura. ¿Cómo saben? El solo hecho de llevar reses al matadero, que huelen y presienten la sangre, es otro tipo de tortura, por rápido que llegue el cuchillo a la yugular o la descarga eléctrica al sistema nervioso. Pollos, gallinas ponedoras y cerdos se crían en condiciones espantosas de confinamiento. Entre una vida de cerdo en celda (un año encerrado en mierda, una cuchillada al final) y una vida de toro de lidia (libre cinco años en dehesa, luego muerto en media hora de pelea), escojo la del toro.
Ni los animales ni los seres humanos somos buenos. Somos despiadados. Comemos animales. Los criamos para montarlos (camellos, caballos) o para comerlos. Olvidar esto es hipocresía de la buena. Es más, los animales domesticados han terminado sobreviviendo —como especie— a cambio del sacrificio final de casi todos los individuos. Sin corridas de toros, sencillamente, no habría vacas ni toros de lidia: se habrían extinguido. Mejor extinguido que toreado, dirá un nihilista. En esto no sabemos si el toro está de acuerdo. Ni podemos saberlo. Yo apostaría al menos a que las vacas de lidia están conmigo.
No voy a corridas. Me parecen un espectáculo primitivo. Quizás en eso consiste su encanto y su horror. Pero soy carnívoro. No veo que haya acuerdo entre las personas sensatas y morales sobre si las corridas deban prohibirse o no. No hay un consenso universal como en el caso de, por ejemplo, los sacrificios humanos o la violación de niñas. Estas conductas están en el terreno de lo intolerable. En cambio, sin muchas investigaciones horrendas sobre animales, la ciencia médica no avanzaría, o avanzaría más despacio. Pese a la conciencia de que nuestro comportamiento no es “justo” con los animales, nos los comemos y experimentamos con ellos. Somos injustos, crueles. Sí. Tenemos que vivir con esa tragedia moral. Y tolerar las corridas, aunque no nos gusten. Tolerar las corridas es tolerar nuestra más profunda condición humana: somos crueles y violentos. De otra forma no habríamos sobrevivido. No quiero que prohíban las corridas: prefiero que se extingan.
(Vía: Ricardo Bada)