Jorge Bustos
Uno se levantó a las siete de la mañana en Málaga y al mediodía estaba paseando por el casco viejo de Bilbao. Este hecho físicamente sorprendente es posible gracias a unos aparatos llamados aviones tripulados por unas señoritas de apariencia generalmente gustosa denominadas azafatas, si bien se viene propagando la desafortunada moda de equipar los aviones con azafatos. Llámenme sexista, pero a uno le tranquiliza más observar a estas elegantes odaliscas del aire que a mis barbados congéneres a tenor del siguiente razonamiento: Dios sería un muy mal administrador de su patrimonio si dejara que se estrellase tanta belleza de un sola vez.
Así, las azafatas tienen por trascendental cometido apaciguar al pasaje con sus radiantes sonrisas, amén de manejar un carrito ingobernable de comida aproximadamente inmunda pasillo arriba pasillo abajo y, oh surrealismo, interpretar unas alarmantes instrucciones sobre lo que hay que hacer en caso de emergencia, letanía gesticulante que incluye frases del jaez: “Colóquense la mascarilla y respiren con normalidad”. Por Dios, ¿es que alguien piensa de veras que dentro de un avión que se precipita sobre el océano o la corteza terrestre, el pasajero es capaz de recordar dónde estaba metida la jodida mascarilla, aplicársela al hocico y ponerse a respirar por ella tan calmosamente como lo haría un lord inglés mientras acaricia la testa de un perro labrador y da chupadas a una pipa de roble en el salón de té de su mansión erigida sobre la campiña británica? ¿No sucede más bien que uno se va a la mierda acompañado del resto de viajeros vociferantes y que Dios le pille confesado?
Perdonen el desahogo. Son muchos aviones tomados este verano. Pero hablemos de Bilbao, donde se celebra su Aste Nagusia, que significa, sin grandes alardes de originalidad nominativa, Semana Grande. Confieso que el euskera causa en uno una fascinación irracional. Aquí no se oye mucho euskera -algo más a los menores de 30, por eso de la inmersión, tan artificial-, y de hecho lo hablan más los ascensores que los bilbaínos. El ascensor de mi hotel tiene un altavoz que anuncia cada acción y la traduce: “Planta sótano; Soto-solairua”. Por cierto que en el baño no me han dejado cepillo de dientes ni pasta, pero sí gasas y tiritas. Inquietante, no me digan.
De lo visto sé decir que la fiesta bilbaína tiene dos protagonistas más o menos claros y opuestos: las familias, que llenan el Paseo del Arenal y las márgenes de la Ría, con sus charangas y verbenas; y el perroflautismo abertzale, que procesiona desde sus txosnas -ambiguas, cuando no proetarras directamente- tocando el djembé y soltando proclamas que no son precisamente vítores a Basagoiti. Mañana les cuento.
(La Gaceta)
Uno se levantó a las siete de la mañana en Málaga y al mediodía estaba paseando por el casco viejo de Bilbao. Este hecho físicamente sorprendente es posible gracias a unos aparatos llamados aviones tripulados por unas señoritas de apariencia generalmente gustosa denominadas azafatas, si bien se viene propagando la desafortunada moda de equipar los aviones con azafatos. Llámenme sexista, pero a uno le tranquiliza más observar a estas elegantes odaliscas del aire que a mis barbados congéneres a tenor del siguiente razonamiento: Dios sería un muy mal administrador de su patrimonio si dejara que se estrellase tanta belleza de un sola vez.
Así, las azafatas tienen por trascendental cometido apaciguar al pasaje con sus radiantes sonrisas, amén de manejar un carrito ingobernable de comida aproximadamente inmunda pasillo arriba pasillo abajo y, oh surrealismo, interpretar unas alarmantes instrucciones sobre lo que hay que hacer en caso de emergencia, letanía gesticulante que incluye frases del jaez: “Colóquense la mascarilla y respiren con normalidad”. Por Dios, ¿es que alguien piensa de veras que dentro de un avión que se precipita sobre el océano o la corteza terrestre, el pasajero es capaz de recordar dónde estaba metida la jodida mascarilla, aplicársela al hocico y ponerse a respirar por ella tan calmosamente como lo haría un lord inglés mientras acaricia la testa de un perro labrador y da chupadas a una pipa de roble en el salón de té de su mansión erigida sobre la campiña británica? ¿No sucede más bien que uno se va a la mierda acompañado del resto de viajeros vociferantes y que Dios le pille confesado?
Perdonen el desahogo. Son muchos aviones tomados este verano. Pero hablemos de Bilbao, donde se celebra su Aste Nagusia, que significa, sin grandes alardes de originalidad nominativa, Semana Grande. Confieso que el euskera causa en uno una fascinación irracional. Aquí no se oye mucho euskera -algo más a los menores de 30, por eso de la inmersión, tan artificial-, y de hecho lo hablan más los ascensores que los bilbaínos. El ascensor de mi hotel tiene un altavoz que anuncia cada acción y la traduce: “Planta sótano; Soto-solairua”. Por cierto que en el baño no me han dejado cepillo de dientes ni pasta, pero sí gasas y tiritas. Inquietante, no me digan.
De lo visto sé decir que la fiesta bilbaína tiene dos protagonistas más o menos claros y opuestos: las familias, que llenan el Paseo del Arenal y las márgenes de la Ría, con sus charangas y verbenas; y el perroflautismo abertzale, que procesiona desde sus txosnas -ambiguas, cuando no proetarras directamente- tocando el djembé y soltando proclamas que no son precisamente vítores a Basagoiti. Mañana les cuento.
(La Gaceta)