José Ramón Márquez
Victorinos en Bilbao. Victorinos de verdad, de los de la mirada hueca, de los que meten el miedo en el cuerpo a los que estamos en el tendido y ponen a cavilar sobre el ser y la nada a los que tienen la hombría de ponerse frente a ellos. Seis toros para explicar a los Mosterines y a los Parlaments en seis diversas formas lo que es el toro de lidia, lo que es la seriedad, lo que es el trapío. Seis toros criados para hacer honor a su divisa azul y roja y a su hierro de la A con una corona encima y para honor de los matadores que se han puesto frente a ellos. Seis toros ante los que mucho más de la mitad del escalafón taurino (¿taurino?) habría claudicado, duros, correosos tremendamente serios en el tipo de su casta, que llegaron a la muerte con las bocas cerradas y enterándose de lo que pasaba a su alrededor. Toros exigentísimos en lo que demandaban a sus matadores y muy parcos en lo que ofrecían: el miedo, el hule y, acaso, la gloria.
Ante esos seis tíos, tres tíos también. Con Padilla, volveremos a decirlo otra vez, no se deben hacer las bromas que hacen los exquisitos. La nómina de toros que este hombre lleva a cuestas es como para quitar el hipo, su facilidad y su enorme valor no deberían ser desdeñadas; si además torease con la gracia del niño de Pepe Luis acaso estaríamos hablando de un monstruo, del torero del siglo, pero le falta eso, que él suple con otras cosas. A su segundo toro le toreó templado, con gracia y con enjundia. Habrá quien diga que era el mejor de la corrida y yo digo que, precisamente por eso, hubiera quedado totalmente en evidencia el torero si no hubiese estado con él a la altura de las circunstancias. Construyó una faena de menos a más y, a medida que se fue confiando, ofreció una faena seria y enjundiosa para quien la quisiera ver sin prejuicios facilones.
Urdiales es la eterna promesa. Tiene una gran clase de magnífico torero, tiene unos modos muy clásicos y de extraordinaria sobriedad. A su primero lo exprimió en una emocionante lucha de poder a poder y consiguió muletazos hondos, largos y de gran poderío emocionantísimos. No le hubiese importado a Cocherito llevar a este Urdiales riojano como media espada, porque se mueve en las mismas líneas estilísticas que el gran torero vizcaíno, con hombría y seriedad de torero del Norte. En su segundo planeó sobre Vista Alegre el otro Urdiales que a veces nos desespera. Atendiendo a los ignorantes que detestan la suerte de varas y pitan al picador por sistema, anestesiados por la pupa que le hacen las puyas a tanto cuvi y tanto juampedrillo, pidió el cambio de tercio. Brindó al público, le puso la muleta al toro y el animal se le vino como el AVE cuando pasa por Mora, con colada incluida. A partir de ese momento el toro toreó más que el torero, que tragó lo suyo en un trasteo poco poderoso, la verdad.
Y El Cid, pues como siempre. A su primero, que tenía muchísimo que torear, le fue labrando de una forma maciza, sin confiarse al principio y de forma muy relajada después con ese clasicismo suyo que nos enloquece a los que nos gusta el torero aunque no entendamos de arte. Faena muy seria y muy madura de un gran torero ante un enemigo acorde a él. Como es natural falló a espadas. Su segundo era un leviatán. En un momento de la faena el torero se mete entre los pitones y le guía obligándole extraordinariamente en dos naturales soberbios de mano bajísima y de largo recorrido que el toro, sorprendentemente, se traga. Por un momento parece que el toro se va a entregar a él, pero tras una porfía de tú a tú el toro hace valer su tozudez y el torero opta por agarrar el estoque y finalizar.
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En toda la tarde, como pasa siempre que hay toros, no hubo un momento para mirar a otro sitio que no fuese el ruedo. El toro es la ley y, lo quieran o no, fuera de él no hay salvación para la fiesta.