Estuve el jueves en La Malagueta, pero los toros no salieron precisamente memorables. Si hubieran soltado ovejas o taca-tacas motorizados habría dado igual. La mano izquierda de El Cid debería estar asegurada, lo mismo que el culo de Jennifer López, y le sacó al primero más tandas de las esperables, pero topó con un cuarto manso como sindicalista vertical. El mejor fue el quinto, al que recibió El Fandi de rodillas empalmando cuatro pases muy pintureros desde el suelo, aunque eso no es lo que se dice torear, según la señora de mi izquierda, que me entretuvo la faena con sus canapés de salmón y repetía: “Es de poca vergüenza, con lo que vale la entrada”.
Donde sí hay ganado bueno es en Puerto Banús. La noche marbellí se compone de tres tipos básicos de actores: pijos, horteras y guiris. En el mismo rincón de la discoteca coexisten un moro rico invitando a cachimba a una robusta valkiria y un devoto de Ralph Lauren tratando de esquivar el meneo frenético de un vigoréxico con tirantes y gafas de ciclista atómico. También hay pilinguis, pero sinceramente no resulta fácil distinguirlas de las que no lo son, no porque hayan aumentado la cantidad de su atuendo sino porque la han reducido las demás. El precio de las copas es bastante intolerable incluso en la zona de bares, donde predomina el acento de Madrid y la especie impostora del repartidor de flyers o vales canjeables por copas que te ofrece sonriente un tipo generalmente argentino o una tipa generalmente ucraniana. Cuando vas a su bar, el vale resulta que sólo es válido en alguno de estos tres supuestos: a) los 29 de febrero; b) el día de la descriogenización de Walt Disney; c) si coincide que Benzema mete un gol el domingo que gana las elecciones Tomás Gómez. Y en las discotecas es peor, porque hay que pasar por el ojo esquinado de cinco porteros que se alimentan de alambre de espino y te inspeccionan como si dentro estuviera Michelle Obama y tú fueras a tirarle los trastos. Uno logró acceder camuflado entre sus amigas con unos vaqueros rotos y una camiseta desgastada, porque me divierte comparecer hecho un adefesio en templos de sedicente exclusivismo donde la ropa que se lleva puesta prima sobre la facultad de articular pensamientos.
Entiendo muy bien el atractivo de las urbanizaciones del extrarradio marbellí, con su golf, su paisaje serrano, su calma perfumada de madreselva bajo la grave monotonía de la chicharra. Pero no entiendo la popularidad de esta playa negra, ni del casco vulgar, ni de un puerto que no exhibe mejores yates de los que uno vio en un apacible Portals. En fin, algo tendrá Marbella cuando los Gil y los Obama la bendicen.
(La Gaceta)