A 150 euros está el kilo de percebes, oigan, y eso que aquí no ha explotado ninguna plataforma de BP que encarezca el suministro. Tampoco es por el Prestige, cuyo chapapote se diluyó mucho más rápido de lo que clamaban los aznarófobos, ni por la guerra de Irak. Más asequibles son los pimientos, que uno engulle como si fueran palomitas, y ayer quise rendirles tributo desplazándome a Padrón. Esta villa de fundación romana es ilustre por más conceptos amén de sus sabrosos y traicioneros vegetales fusiformes de la familia de las solanáceas. Hasta aquí trajeron el cuerpo y la cabeza decapitada de Santiago sus discípulos Teodoro y Atanasio desde Jerusalén por ser Padrón escenario atestiguado de la predicación hispánica del Apóstol. En puridad, por tanto, Padrón es la cuna genuina del Camino de Santiago.
Se levanta Padrón sobre terrenos cenagosos en los que posiblemente resida el secreto de su feracidad. Aquí ultimó sus versos y expiró la quebradiza Rosalía, así como aquí nació para la literatura y el espectáculo el tremebundo Camilo José Cela. Contó su infancia gallega en La rosa con una desnudez conmovedora, muy poco celiana en realidad. Me acerco al cementerio de Adina, que se despliega a los pies de la iglesia de Iria Flavia, una de las cinco aldeas en que se divide administrativamente el municipio padronés. Allí, a la sombra de un olivo, la lápida de granito más sencilla y rústica del camposanto -un escueto manojo de lilas por todo ornato- cubre el cadáver exquisito del autor de La colmena, según lo definió Umbral. Uno siempre recuerda el comienzo del Pascual Duarte: “Yo, señores, no soy malo, pero no me faltarían motivos para serlo”. Lo mismo podría decir Tomás Gómez, el pobre.
Ayer fue San Roque, patrón de varios pueblos gallegos, entre ellos Villagarcía de Arosa, donde hacen una Fiesta del Agua que consiste en rociar desde los balcones a los procesionarios que llevan al santo a la ermita. Luego llega un momento en que el agua empieza a ser sustituida por el calimocho y entonces la fiesta pierde su originalidad para degenerar en el pedo clásico español al aire libre. Aquí se ingiere un brebaje llamado licor café, que sabe exactamente a lo que su nombre sugiere pero que imprime una taquicardia capaz de poner a bailar breakdance a Rajoy. Pese a todo, los gallegos son un pueblo de acreditada longevidad. Aquí vive la gente más de 90 años como la cosa más normal. Sólo les superan los japoneses de Okinawa, pero uno no advierte más relación entre ambas culturas que la dieta marinera y la velocidad pronunciativa. Al cabo, ya lo decía Cela: “El que resiste, gana”. Resistamos.
(La Gaceta)