José Ramón Márquez
Cultura. Ya sólo con oír la palabra, te echas la mano al bolsillo. Suena a premiecillo, a subvención de lo feo o de lo absurdo. Suena a película de la Guerra Civil –no la de César y Pompeyo, que es mi favorita, sino la de la tabarra de la Memoria Histórica-, con niño de ojos grandes que sorbe de un tazón de leche. Suena a delirium tremens de compras absurdas en ARCO. Suena a abrazafarolas de toda laña, poetastres, cantautores, literatos ful, de artistas del cine, titiriteros o cirqueros. Suena a Información y Turismo, a pastoreo por subvención, a pagar por lo que nadie pagaría. Suena al Circo Price de la Plaza del Rey de Madrid y, a su lado, el Bar El Circo, para remachar. El circo de la Cultura.
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Ahora les ha dado la perra a unos cuantos de que los toros deben depender de Cultura. ¿Depender? Con no sé cuántos reglamentos autonómicos, que ahora lo que necesita un torero no es un mozo de estoques, sino un abogado a su vera, con las transferencias ésas del diablo, con la ignara señora rubia que el otro día presidía en El Puerto, resulta que las dos grandes soluciones que han propuesto los más ‘integrados’ son que se pronuncie el Rey y que los toros pasen a Cultura, que con esas dos cosas están seguros de que se arregla el tinglado. Pero ¿y los que no creemos en la tontería ésa del arte? ¿Y los que no nos tragamos que un tío con una muleta sea capaz de detener el tiempo? ¿Y los que creemos que la razón de ser del espectáculo reside tan sólo en la presencia imprescindible de un toro íntegro en la plaza? ¿Qué nos va a nosotros todo ése rollo de la cultura? ¿Acaso el concepto no incorpora ya un matiz de diferenciación entre los que torean para los cultos y los que lo hacen para el populacho vil; entre los que excitan la fecunda pluma de poetas como, digamos Sabina, y los que miran a los ojos a los toros rabiosos sin que ningún famosillo les haga una rima?
En los últimos años hemos asistido a la trivialización del término cultura hasta tal grado que sirve lo mismo para englobar a una tribu urbana de ésas que se dedican a llenar de pintadas y de firmas la ciudad, como a los que se reúnen la noche de un sábado en un parque para hacer la botellona, como para esos que recopilan léxicos de su pueblo que, indefectiblemente, incluyen el término ‘arradio’ por ‘radio’ -noble cuna de nuevos idiomas vernáculos y futuras autonomías-. Creo que en ese sentido sí que podríamos aceptar la visión como pura y alta cultura de fenómenos taurinos como el padre del July, Jesulín y su familia, las rastras de Carmina Ordóñez, Ballesteros y su sucesor, Abella, José Luis Marca o Balañá (¿Balanyá?) , que son pura industria cultural, como gustan de decir.
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Informa en ABC Manuel Cascante de que el Ministerio de Cultura ha adquirido en México la casa de Luis Buñuel. A nadie se le figura el interés que pueda tener para el gobierno o el pueblo español esa extravagante adquisición si no es por aliviar en lo posible las penas económicas de Juan Luis Buñuel, el hijo del cineasta. ¿Si los toros estuvieran en Cultura estaría el Ministerio también en disposición de adquirir Ambiciones, con toda la fauna que contiene, y el piso de Belén Esteban de Carabanchel?