Cuando San Antonio de Padua aún no era santo, sino canónigo regular de San Agustín; cuando todavía no era “Antonio”, sino Fernando, y todavía no era “de Padua”, sino de Lisboa, la llegada a Portugal de los restos de dos misioneros franciscanos martirizados por los musulmanes hizo que el joven sacerdote se decidiese a hacerse franciscano con la condición de ir a tierra de moros para morir mártir. En aquellos tiempos, el moro no inspiraba miedo, sino celo. Se buscaban sus almas, se perseguía su conversión, y el precio del martirio se tenía como galardón más que como peligro. Hoy día, ochocientos años después, es difícil encontrar a un cristiano dispuesto a predicar el evangelio a los musulmanes; parece que hubiésemos renunciado a ello. El motivo es claro y contundente: porque nos matan. Y -respondería Fernando de Lisboa- “¡Tanto mejor!”. Je je je… que se lo diga a los de CCOO. Nos guste o no, esto es España: el católico nos mueve a risa, y el moro nos acojona.
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