José Ramón Márquez
Llega ahora mismo la noticia de que ha fallecido Joaquín Martín de Sagarmínaga, y la honda pena que produce su desaparición no puede tapar la evocación de su apasionada devoción por la música lírica, su desmesurada afición, seria y fundamentada, por la ópera, su exquisito amor por el ‘bel canto’, término que sin duda le habría hecho sonreír, que le proporcionó sus mejores momentos vitales.
Joaquín, bilbaíno de Madrid, podría haber sido un serio y fundamentado aficionado a los toros, pero optó por la lírica y a ella se entregó en cuerpo y alma. Podría haber sido un Peña y Goñi, publicando su reseña de la corrida en la Plaza Vieja con Frascuelo y toros de Pablo Romero y, acto seguido, su crítica del estreno de Lucia de Lamermoor, con Adelina Patti y Gayarre, pero el tiempo que le tocó vivir no era el apropiado, porque de alguna manera Joaquín fue un hombre fuera de su tiempo, un hombre del siglo XIX incrustado en un momento histórico que no era el suyo. Su bohemia (malgré lui), su pasión por la música y su peripecia vital le colocan fuera de la circulación en un siglo en el que casi todo le era ajeno y en el que sólo la música le hizo que todo lo que ocurría a su alrededor fuese soportable.
Su labor como crítico en la prestigiosa revista Scherzo no sirvió para que ningún editor de diarios se diera cuenta del conocimiento, el ingenio, la clara inteligencia y el sentido del humor de Martín de Sagarmínaga y le abriera las puertas de publicaciones en las que podría haber ejercido con suficiencia su magisterio. A cambio él dio a la imprenta, generosamente, su imprescindible “Diccionario de cantantes líricos españoles” (1997), obra fundamental en la que reúne la biografía y las características vocales de las más relevantes figuras españolas de ópera y zarzuela, analizando de manera exhaustiva las cualidades de doscientos treinta intérpretes. Pura cultura.
Irredento wagneriano, asiduo del madrileño y exquisito Ciclo de Lied, Joaquín podría haber escrito un divertido libro narrando sus aventuras para conseguirse un viaje que le permitiera escuchar a Plácido en Salzburgo, aunque luego se suspendiera el concierto por indisposición del intérprete o sus escapadas de pura afición a Burdeos a “ver a un banderillero y a un picador, que me interesan muchísimo, porque los cabezas de cartel no me importan demasiado”, aventuras plenas de inocencia y de confesada pasión. Porque Sagarmínaga vivió la música como una pasión, la gran pasión de un hombre culto, inteligente y curioso al que la vida trató con más rigor del necesario para un hombre bueno como él, que hoy, al fin, descansa en paz.