Por Julio Camba
29 de Julio de 1909
He visto al Apóstol Santiago matando moros en el frontispicio del Ayuntamiento. «Sería muy interesante –me dije– saber lo que opina el Santo de los sucesos de Melilla». Y, entonces, me he ido a celebrar una interview con él. Todos los santos están altos, pero el Apóstol está, lo menos, a la altura de un quinto piso. Con una gran dificultad me encaramé por el tejado y llegué al pie del grupo.
–¿Se ha enterado usted de lo que ocurre en Melilla? –le pregunté al Santo.
Santiago Apóstol contuvo un momento su caballo de piedra, y me dijo:
–Aquí, en el Ayuntamiento, he oído hablar algo de eso. Creo que hay guerra, pero no han contado conmigo para nada. Desde luego, puede usted asegurar que yo no iré.
–¡Hombre! Pues le van a echar a usted muy de menos.
El Santo sonrió con toda la ironía con que puede sonreír un santo, ya sea de piedra o de palo.
–No lo crea usted –me replicó–. En el Ministerio no tienen ninguna confianza en mí. Yo soy un soldado de Cristo, pero no de Romanones. Esta guerra no es una guerra de fe.
–Sí –asentí yo–. Parece que hay muy poca fe en la guerra.
–Además –añadió el Santo– yo estoy ya muy viejo. No conozco la táctica moderna, y, fuera de Santiago, no tengo ningún adicto. Si yo fuese a la guerra, serían capaces de ponerme a pelar patatas...
Hubo un momento de silencio.
–¿Y por qué –dijo de pronto el Santo–, por qué matan ustedes a los moros? Porque ustedes son mucho más infieles que ellos...
–¡Ah! –exclamé yo–. Nosotros tenemos hoy un ideal superior: la civilización.
–¿La civilización consiste en echar a los moros de su casa y quedarse con sus bienes? –me preguntó el Santo.
–Lo mismo que la fe –le respondí.
–Y ¿es por eso por lo que matan ustedes a los moros?
–¡Pero si no los matamos, señor Santiago! Se conoce que usted no lee los telegramas. Hasta ahora, Apóstol bendito, y como usted no lo remedia, son los moros quienes nos matan a nosotros.
–Pues entonces –observó el Santo– los más civilizados son ellos.
Piense el lector en esta observación del Santo. Vamos a Marruecos con el pretexto de que somos los más civilizados y, en vez de arrasar a los moros con melinita, resulta que los moros, armados de las armas más modernas, dejan tendidos sobre el campo a nuestros mejores oficiales. Si nosotros representamos la civilización, la estamos dejando en ridículo.
Pero, además, si nosotros invadimos a Marruecos en nombre de la civilización, mañana vendrán Francia, Inglaterra o Alemania a invadirnos a nosotros con el mismo pretexto. En Villagarcía hay seis acorazados alemanes, de los que salen todos los días a recorrer estas campiñas centenares de marinos. Todos ellos hablan dos idiomas a más del alemán, y ya es sabido que, entre los marineros de los buques españoles, lo raro es encontrar alguno que sepa el castellano. Unos hablan el gallego, otros el catalán, otros el andaluz, y la mayoría no saben firmar. Por grande que sea la diferencia de civilización que hay entre Marruecos y España, no es mayor que la que hay entre España y Europa.
Pero yo no le comuniqué al Santo nada de esto. Cuando me despedí de él, me dijo:
–Ya que ustedes se han metido en esta aventura, que salgan bien de ella. Después de todo, yo no estoy completamente mal con el Ministerio. El Sr. Maura me abrazó el otro día, y el Rey me trajo personalmente los mil ducados de todos los años.
Y así acabó mi interview con el glorioso Patrón de España, a quien su arrojo de soldado le valió el sobrenombre de Hijo del Trueno.
(Del libro Maneras de ser español, Luca de Tena Ediciones)