Eisenhower y Franco
Martín-Miguel Rubio Esteban
La Democracia es un modo de organización política —división de los poderes del Estado como remedio terapéutico a la «enfermedad de los reyes» (tò tôn Basileôn nosêma), de la que hablase Platón en Las Leyes — y un método de tomar decisiones por mayorías. Pero la Democracia no es incompatible con la guerra, porque la prevalencia de los idiôtai nunca supuso soslayar los conflictos que la Humanidad ha solido resolver con la guerra. La diferencia está en que en una Democracia son los propios idiôtai los que asumen libremente el riesgo de la guerra, como de las demás cuestiones de la vida nacional. Ya con los primeros griegos que entraron en Grecia, los micénicos, el concepto de ciudadano era indisoluble al de soldado. El hecho mismo de que el general en jefe del ejército se llamase lawagetas —conductor del pueblo— ya nos está indicando esta realidad. Y setenta años antes de que Chadwick y Ventris descifraran el silabario micénico, Mommsen, ya en su Derecho Público Romano, veía al populus, como el pueblo en armas. La guerra es consustancial al mundo indoeuropeo, cuna de la democracia, por otro lado. Más aún, la Democracia ateniense, referente supremo de todo ideal democrático, vivió casi en continuas guerras desde su fundación por Clístenes hasta su destrucción por el macedonio Antípatro, en el 322 a. C. Guerras Médicas, Guerra del Peloponeso, Guerra de Corinto, Guerra contra Esparta en alianza con Tebas, Guerra contra Tebas en alianza con Esparta, Guerra para recuperar Anfípolis, Guerra sagrada, Guerra social, las tres Guerras contra Filipo II, La Guerra lamia, etc. Más o menos de cada dos días, un día de guerra. La belicosidad de una nación no tiene nada que ver con su régimen político. Una tiranía puede mantener una paz duradera con sus vecinos, aunque someta a sus ciudadanos con violencia y los esclavice, y una Democracia puede estar en constantes guerras con el exterior si eso quieren los idiôtai que la constituyen. La guerra en los inicios de la Democracia Ateniense dio a los generales el principal papel político. La fusión de rhétores y stratêgoí en la Atenas del siglo V ilustra el principio establecido por Clausewitz de que «La guerra es la política llevada a cabo por otros medios». Todos los grandes políticos del siglo V fueron generales: Milcíades, Temístocles, Cimón, Jantipo, Pericles, Arístides, Cleón, Nicias, Lámaco, Alcibíades y Conón. Pero después de la restauración de la democracia en 403, tras la espantosa experiencia del Gobierno de los Treinta Tiranos que afortunadamente sólo duró un año y, especialmente, en el período 355-322, se desarrolló una nítida división del trabajo, de manera que la política quedó en manos de un grupo de rhétores que ya no eran elegidos stratêgoi por la Ekklêsía (v. gr. Eubulo, Demóstenes, Démades, Hipérides y Licurgo), mientras que las guerras las ganaba (o más bien las perdía) un grupo de strategoí profesionales que tendían a mantenerse alejados de la bêma o tribuna del Pnyx (v. gr. Ifícrates, Cabrias, Timoteo y Cares). Foción fue el único gran hombre de alguna importancia que siguió el viejo estilo, y combinó la strategía con el de dirigirse mediante discursos a la ekklêsía y proponer decretos no-probouleumáticos como simple idiôtês. Todo un gran patriota y un gran demócrata a pesar de su injusto final fue este rhetor y stratêgós. A menudo popularidad y alta política discrepan, como ocurrió con Foción, cuya excelsa figura se gana nuestra simpatía cuando leemos a Plutarco y a Nepote, que le encanta la tragedia de los grandes líderes no entendidos por sus pueblos. Además, un vistazo a los nombres enumerados anteriormente muestra que los rhétores dominaban a los stratêgoí en el siglo IV. Los generales atenienses del siglo IV son conocidos sólo por los especialistas y eruditos del Mundo Clásico, mientras que Demóstenes, Isócrates y Licurgo, por ejemplo, son personajes históricos aprendidos por cultura general que estuvieron a la altura de la figura del Pericles del siglo anterior. La razón de la separación de los stratêgoi de los rhétores la expone lúcidamente Aristóteles en Política 1305a7-15: «Antiguamente, cuando el demagogo (dêmagôgós) era a la vez general (stratêgós), la democracia se transformaba en tiranía (tyrannída). Y, en efecto, la mayoría de los antiguos tiranos fueron antes demagogos; la causa de que esto ocurriera antes y ahora no, es que entonces los demagogos solían ser generales, pues aún no eran hábiles en el hablar; mientras que ahora, con el desarrollo de la retórica, los que saben hablar dirigen al pueblo (dêmagôgoûsi), pero por su inexperiencia de las cosas de la guerra no se imponen (ouk epitíthentai), salvo alguna posible excepción sin importancia».
(...)
La gran Democracia Americana, la primera y más clásica democracia del mundo moderno, ha tenido entre sus idiôtai grandes generales que han llegado a la más alta magistratura de su país por voluntad de sus conciudadanos. Diríase incluso que la Democracia Americana la hicieron generales, lo mismo que la Democracia Ateniense, referente supremo de toda Democracia. George Washington, su primer presidente (1789-1796), tres veces elegido, alma de la resistencia americana frente al Imperio Británico, que nimbó al gobierno de humanidad cristiana, y que Virginia lo guarda celosa a orillas del Potomac. Dwight D. Eisenhower (1952-1960), que venció al nazismo y defendió a Europa del comunismo, creador de la NATO y la conexión del Pacto del Atlántico con los pactos regionales del Oriente Medio y del Sudeste Asiático, Campeón del occidente cristiano, bondadoso y tranquilo, viviendo siempre en la austeridad del soldado y amigo sincero de Franco. Ulysses Simpson Grant (1869-1876), nombrado por Lincoln jefe supremo de las fuerzas del Misissipí, Ohio, Tennessee y Cumberland, vencedor en Chattanoga, y mejor general que presidente. Andrew Jackson (1828-1836), todo un demócrata radical, capturado y torturado por los ingleses en la Guerra de Independencia, fundador del Partido Demócrata, buen tirador, mató en un duelo a quien llamaba bígama a su amada esposa Raquel. William Henry Harrison (1841) primer presidente que muere en el cargo, un mes después de haberlo asumido. Intentó convencer al brutal Simón Bolívar, en Santafé de Bogotá, para que adoptase su país una democracia al estilo estadounidense. Naturalmente no lo consiguió. Zachary Taylor (1848-1852), muerto también durante el cargo presidencial y héroe de la Batalla de Monterrey. William Howard Taft (1908-1912), gobernador general de Filipinas y de Cuba. Rutherford B. Hayes (1876-1880), el patriota presidente que consiguió la total reconciliación entre el Norte y el Sur tras la Guerra Civil. James A. Garfield (1880), segundo presidente asesinado en el cargo y héroe en las batallas de Middle Creek, Shiloh y Chickamauga. Franklin Pierce (1852-1856), participante en la invasión de Méjico. Chester A. Arthur (1881-1885), buen amigo de Mark Twain y promulgador de la ley de funcionarios, que aún rige en los EEUU. Andrew Johnson (1865-1869), el presidente que compró Alaska a los rusos, o Benjamin Harrison (1888-1892), héroe durante la Guerra Civil. Y otros muchos generales, como Douglas MacArthur, que fue para Truman lo que hoy es Prigozhin para Putin. George Carlett Marshall, el mejor soldado de los EEUU en la Iª Guerra Mundial, «general de suave voz», planificador de la invasión de Europa por Normandía —en contra del plan griego de Churchill—, secretario de Estado bajo la presidencia de Truman, creador del European Recovery Program, que acabó llevando su nombre, secretario de Defensa para organizar la resistencia armada en Corea de Sur, atacada por los comunistas chinos, uno de los pilares sobre los que ha descansado la paz en el mundo, primer soldado que recibió el Premio Nobel de la Paz, un verdadero soldado que dedicó la parte más fecunda de su vida al mantenimiento de una paz más libre y justa entre las naciones. Y Henry H. Arnold, Omar Bradley o Colin Powell pudieron haber llegado a presidentes si no se hubieran interpuesto los lobbies de aquellos que eran los rhétores de la Democracia Ateniense.
Leer en La Gaceta de la Iberosfera