Hughes
Haber bebido gin tonics alguna vez es, para mi generación, el equivalente a lo que en la generación anterior fue la militancia antifranquista. Igual que leemos los testimonios de antifranquisno retrospectivo de los bumerazos que dicen (ellos) haber estado contra Franco, aparece todavía en los periódicos (para quien ose acercarse a ellos) y como si fuera una línea genealógica o una continuidad memorialística y autojustificativa, el remanente literario del canalleo, de un cierto canalleo por «los bares y barras de Madrid».
La legitimidad progre de una generación se buscó en aquellos supuestos actos antifranquistas, un antifranquismo sin consecuencias, íntimo y onírico, y la legitimidad experiencial del cinismo centrofeminista actual se basa en que, no lo creerán, alguna vez bebimos mucho.
Balmoral cerró en 2006, pero Balmoral fue como el concierto de los Beatles al que todos acudieron.
El periodismo postumbraliano engarzó con el umbralismo, no por ideas o estilo alguno, pues triunfó el antiintelectualismo, sino por lo macho, el ego macho, la rotundidad egocéntrica de los machos escritores, trasponiendo a las escuálidas plumas españolas las grandes imposturas de la narrativa americana. Esta imitación se agilizó con el ramalazo Hemingway: la pasión por San Fermín como tiempo o espacio de aventura y riesgo, de cuadrilla y lucha con el animal; o por el fondo del estadio futbolero como espacio salvaje hasta que se «desnazificó» y pasó a ser admisible y constitucional pero no materia de escritura.
Y aquí, como rasgos del masculinismo, habría que añadir la bebida, la mujer y un cierto cinismo frivolón que consideraba inapropiado meterse mucho en los asuntos. Al mitificado reporterismo se iba con distancia paracaidista de columnista, un poco, no del todo; y en el columnismo se estaba con frescura de reportero que no quiere libros sino calle. Lo mismo: un poco, no del todo. Ni una cosa, ni la otra. En ese estar y no estar se aquilata el postumbralismo, siempre un poco adultescente, vivo por otra parte en una jerarquía de negritas (la negrita, homenaje y tributo al otro) codificada en pandis y tertulias, la masonería del periodismo.
Entre esos rasgos machos van quedando el alcohol y las mujeres, pero esto también cae. Se pasa de contar lo mucho que se folla a lo cabrón que he sido, la prosa pega un salto mágico de prosa-folladora a prosa-aliada feminista. El tono va cambiando. La frivolidad tiarrona se colorea de una sensibilidad grata a los oídos de la mujer. El machismo se sensibiliza. El vehículo es la sentimentalidad, un ninonino melodramático de fondo.
Triunfa el neofeminismo gubernamental y las prosas se repliegan, compañeras.
Y entonces, triunfante ya el eurocentrismo único y señalados los peligros de Internet y la alt right (no vayamos a caer en los años 30 que vía cine constituyen todo nuestro esquematismo político) queda el beber o más bien el haber bebido y se supone, se da a entender, que hubo tiempos míticos en los que se bebió mucho. En los que «nos lo bebimos todo». Se instala una melancolía del trago, una nostalgia etílica, y un machismo legendario. Un fondo solidario como de roqueros, un capitalito anecdótico. Todo tiene el color ambarino y caedizo del coñac. Pero esto ¿será como lo que cuentan del antifranquismo? Ninguna resaca, esa mezcla de autoodio, tristeza, depresión y desesperación, fue tan loca para que escribieran contra lo que no tocaba. Todas las resacas parecieron bastante sensatas, extrañamente bien orientadas, y nadie cometió el error de amanecer, al día siguiente, abrazado a lo que no tocaba.
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