lunes, 17 de julio de 2023

De ruidos y presagios


La era de los pájaros, Benjamín Palencia

  

Vicente Llorca


Al bajar al pueblo pienso por un momento en un ensayo sobre el ruido, que afortunadamente nunca escribiré… En el bar de la plaza, cuando llego, están instalando las talanqueras para las inminentes fiestas de Santiago. Ruido de taladros, martillos, de hierros que se chocan. Dentro del bar, José se pone a moler el café que nos va a servir y el ruido del molinillo atruena el local y no deja entender nada a los que saludan al entrar. Me he sentado en una esquina de la barra, porque la mesa de la ventana la han ocupado con un mostrador que atenderá a la calle cuando empiece la capea. Al rato, encienden la televisión y el ruido es infernal.


Cuando salgo, en la glorieta al lado de las oficinas de la Junta están montando una gran carpa, que aún está vacía, pero sobre la que comienzan a mover alguno de los vistosos coches de choque. Unos feriantes los empujan. Martillazos de nuevo, unas vallas metálicas, luces que se montan encima de otras. El remolque de la churrería está aparcado frente a la iglesia, pero aún no lo han abierto. Dentro se oye como un chirrido de máquina oxidada y reumática, y voces que preguntan algo que no podemos entender.

 
En el jardín, al regreso, el ruido de una segadora que Anselmo está utilizando para cortar la hierba. En la cochera, arrancan los tractores: están terminando de recoger el forraje y se disponen a salir al campo. Una empacadora redonda comienza a girar sobre sí misma y emite un ruido regular, como de máquina vieja y cascada, que chirría a intervalos. Dentro, alguien ha puesto la lavadora en marcha. Desde el pasillo, recuerda vagamente a un reactor de modelo ignorado, como de vieja historia caribeña, que despega por una pista que no vemos.
Me siento con Anselmo en un banco a fumar uno de sus cigarros, que él asegura son los mejores, pero saben a yerba seca y no tiran de ninguna manera. Se apagan. No importa: me cuenta las últimas novedades del pueblo.


Por la mañana, dice, se habían oído muchas voces en el mesón de la carretera. Discutían, y en un momento determinado algunos han levantado la voz. Estaban muy enfadados, cuenta. Después del silencio habitual son muchos meses de sequía, de trámites burocráticos que nunca se resuelven, de impuestos a diario... Iban a una manifestación en Salamanca y allí, por lo que hemos sabido luego, ha habido más voces, más gritos, hasta enfrentamientos con la policía al final. Esta resignación de todos los días, que se resuelve de pronto en un repentino estallido…


Yo recordaba unas páginas de Azorín sobre la sequía, allá en su Monóvar natal: tan precisas en su lirismo seco – como de costumbre. Las busqué en alguna parte.


“Esos días de sequía asoladora, con las mieses y los herrenes que se agostan, con los frutales que se secan (…) con los caminos polvorientos (…) con una sorda ira que envenena a los labriegos acurrucados en sus sillas de esparto (…) y que estalla de cuando en cuando en golpes y gritos que hacen llorar a los niños”.

En el caserío han arrancado ya las máquinas y ha vuelto el silencio. Se están tronchando las ramas del ciruelo. También las de un manzano próximo. Se han cargado de fruta –áspera e incomible
y el viento y las tormentas, que ahora vuelven alguna tarde, las desgajan y las tiran al suelo. La otra mañana tuve que recoger una de las más altas, que había sembrado la hierba de frutos rojos, con un color como ácido y fibroso, y tirarla por encima de la tapia del jardín. No sé si las comerán los pájaros. Los caballos, que antes rondaban por fuera de la cerca, no. Nunca vienen hasta aquí, aislados en el pradode debajo de las casas, con la hierba seca de este año.


Por las tardes se repite la tormenta. Un anuncio de truenos a lo lejos; una sombra que se difumina por el aire y trae el anuncio de la lluvia; un olor a humedad y hierba abatida que se esparce por todas partes. Desde la casa miro la luz que va cayendo. Anuncia una calma que se termina, de pronto. Como el presagio de algo que quiere estallar. Luego, por un instante es la misma tormenta, una euforia que nos alcanzaba de pequeños y nunca más se ha vuelto a repetir.