viernes, 27 de diciembre de 2013

Coppini



Ignacio Ruiz Quintano
Abc

    Por la ventana de la Nochebuena, con la lluvia, entraba el otro día, regalo de los vecinos, el “Getsemaní” de Camilo Sesto.

    –Igual que Ian Gillan –dijo mi hijo en ese punto en que Camilo camilea “mi camino de tres años / me parece que son treinta /¿y qué más puede un hombre hacer?”…
    
Él, que vive en la música, culpa a la escuela: “En la escuela inglesa enseñan a cantar e Inglaterra da cantantes. Aquí enseñan a tocar la flauta dulce y España da… perroflautas”.
    
En esto, murió Germán Coppini, “la voz de la Movida”, lo que da una idea de nuestras voces y nuestras movidas, pero que le ha valido una despedida mediática digna de Freddie Mercury, lo que da una idea de nuestros medios y nuestras despedidas.

    La Movida fue la última generación que pudo fumar en el bar y beber en la calle y la primera generación en declararse de “Fuera”, fuera lo que fuere Fuera”, aunque todo el mundo entendió que “Fuera” era Londres.
    
Hoy, Madrid (capital de la socialdemocracia europea), es una sucursal municipal de la granja de Orwell, cuyos jóvenes bailan el Moonwalk en la raya del bar (paso adelante para beber, paso atrás para fumar) que marca la autoridad, despojados de la desfachatez (pintar, tocar, cantar sin saber) que desplegó la generación de la Movida.

    El punk primitivo de Coppini en Siniestro Total y el determinismo primitivo de Arsuaga en Atapuerca.
    
Yo he visto a los “punks” dejar la birra en la barra de un garito de Tirso de Molina para salir a la calle a fumar como manda Ana Mato. Ni siquiera tenían la gracia de Pepe Brageli, apoderado del Faraón de Camas, que colocaba la dentadura postiza sobre el platillo de jamón para preservarlo de los buitres mientras iba al lavabo.

La Movida es la nostalgia de haber pasado de vivir al aire libre y con una presión fiscal del 21 a vivir cerrado en casa y con una presión fiscal del 67.