lunes, 30 de diciembre de 2013

Martín Chirino. Poética de la espiral*


MARTÍN CHIRINO

POÉTICA DE LA ESPIRAL


Ignacio Ruiz Quintano

 De la fragua de sueños de Martín Chirino han salido en los últimos cincuenta años ríos de espirales: raíces, aeróvoros pajaroideos, inquisidores, faunos, atlánticas, afrocanes mitrados, penetrecanes, sabinas, alfaguaras y, por supuesto, ladies: inglesas fire-proof, radiantes e intrigantes con su castidad de hierro, que nos miran sin curiosidad ni comprensión desde otra especie zoológica.

    Tener presencias de más de medio siglo es como medio vivir entre sombras, y uno se ha hecho aquí el propósito ramoniano de alumbrar con luz de fragua para que se vea el milagro del artista –su respiración sagrada–, no la cosa consuetudinaria y pedagógica del arte por el arte.




Lo que define a Chirino, hombre de un pudor culto para las emociones, es su lucha y conquista permanente por ser un elegante: el gran elegante de la cultura española.

    “Menos es más”, respira Chirino.

    Y al respirar riza en el aire el rizo de la espiral, como una mariposa que nunca se acaba.

    El hombre es un “animal que crea espirales y habita espirales”, podría afirmar Chirino jugando el juego de Nicolás de Cusa.

    Tiene para sí Ruano que ser una criatura elegante exige casi todo el tiempo de una vida, y que por eso va fallando la elegancia en la existencia contemporánea.

    Ser en la vida romero, / romero solo, / romero / que cruza siempre caminos nuevos.


 La obra de Chirino es como un meteoro lento, y lo que sostiene el edificio de nuestra imaginación al contemplarla es la idea de la gran elegancia de Chirino rodeada de los salvajes encantamientos que sugiere su oficio de señor del fuego, que es decir, para empezar, señor del hierro. Porque en el principio siempre es el hierro.

    El arte del herrero –como el del toreo, dice la copla– viene del cielo. Cuando los conquistadores españoles preguntan a los indios de dónde sacan sus cuchillos, estos les muestran el cielo. Del cielo cae el hierro meteórico cargado de sacralidad celeste: es la manifestación inmediata de la divinidad. Y un rumano olvidado, Mircea Eliade, nos recuerda que la palabra más antigua para designar al hierro, constituida por los signos pictográficos cielo y fuego, se traduce por metal estrella.

    El hierro cae del cielo: hierro estrellado. Es un nudo sideral. Un signo mineral del más allá. Y las herramientas del herrero participan del mismo carácter sagrado: el martillo se convierte en el símbolo de los dioses fuertes. Dioses forjadores. Al batir su yunque, el herrero imita el gesto ejemplar del dios forjador. Los metales proceden del cuerpo de un dios inmolado: la obra metalúrgica exige la imitación del sacrificio primordial.

    El herrero mítico es el héroe civilizador: ha sido encargado por Dios de perfeccionar la Creación, de organizar el mundo y, además, de educar a los hombres, es decir, de revelarles la cultura y de guiarlos en el conocimiento de los misterios.

    En el universo de Chirino, a la edad de la magia precede una edad de la razón. Un español –siendo español el que no puede ser otra cosa– puede ser un escultor, pero un escultor no puede ser nunca un bohemio. Un día Chirino se va de España por el escaso estímulo que tiene ser elegante en un ambiente triunfalmente zafio y para no dar pie a que otro día se diga de él que es un Picasso que no ha salido de España, que es lo que en España acostumbra decirse de un artista, en cuanto se queda.

    –Mira, muchacho –es el consejo de Belmonte a uno que empieza–: cuando tú veas que ya no puedes más, sigue para adelante, que todavía te faltan un par de metros para llegar al toro, ¿sabes?, ¿oyes? –y continúa fumándose su puro.

    Chirino sigue adelante (da El Paso) y sale de España.



Chirino sigue la tradición –ese pasado inmemorial que es también un perpetuo comienzo– del extremismo español: los primeros en dar la vuelta al mundo y los inventores del quietismo. “Sed de espacio, hambre de muerte”, lo resume Octavio Paz.

    Al regresar, Chirino viene ya con ese ladeo de cabeza que se le queda al español cuando oye música y no sabe dónde. ¿Todos tenemos el oído pendiente de una canción lejana que el ruido de los hombres, de nuestros propios pasos, no nos deja oír exactamente? ¿Será, Dios mío, una misma canción? Es probable, contesta Ruano, que esa música sea la nana dulce del pobre niño que todo hombre lleva dentro martirizado por el hombre que lleva fuera.

    Chirino comienza oyendo la canción del expresionismo abstracto, ese automatismo que viene del surrealismo y de una contradicción transparente: abstracción, por una parte, y por la otra, expresión. Ser y decir. ¿Qué son las esculturas de Chirino? Dibujos en el espacio. ¿Qué dicen? Se dicen a sí mismas.

    “Dibujar en el espacio” es la fórmula espiritualista con que Julio González nos descubre el Arte Nuevo: “¡No hay más que una aguja en la catedral que pueda señalarnos un punto en el cielo donde nuestra alma queda en suspenso! Como la quietud de la noche, las estrellas nos indican los puntos de esperanza en el cielo; esa aguja inmóvil nos muestra un número infinito de ellos. Son esos puntos infinitos los que han sido precursores de ese arte nuevo: dibujar en el espacio.”

    Dibujar en el espacio como se pinta en el agua.

    ¿Qué es el espacio? Como el tiempo, sólo se sabe si no se pregunta. El espacio, se nos dice, es lo que está más allá, al otro lado, lo cerca-lejos, lo siempre inminente y nunca alcanzable. Apenas lo tocamos, se desvanece. Y lo que se toca es el espacio exterior, porque el espacio interior –la energía encerrada en cada forma– es lo que se oye: “El espacio canta un canto que no oímos con los oídos, sino con los ojos.”

    (La solidaridad entre el oficio de herrero y el canto –volvemos a Mircea Eliade– queda de manifiesto en el vocabulario semítico: el árabe q-y-n, “forjar”, “ser forjador”, está emparentado con los términos hebreo, sirio y etíope que designan la acción de cantar.)

    En su avance, la física va dándose cuenta de que la vista, como fuente de nociones sobre la materia, es menos engañosa que el tacto. Medíamos las cosas a ojo, pero las precisábamos a mano. El tacto, pues, nos daba el sentido de la “realidad”. Sin embargo, ¿cómo tocar el cielo?

    “El ojo con que veo a Dios es el mismo ojo con que Dios me ve.” (Maestro Eckhart)

    Los físicos nos enseñan que lo que aprendemos por el tacto sólo es un prejuicio. En el ejemplo de las bolas de billar, la aparente simplicidad de la colisión es ilusoria: en realidad, las dos bolas nunca llegan a tocarse del todo. Música y silencio de las esferas. Paz sostiene que las esculturas son trampas de hierro para apresar lo inaprensible: el espacio, que hay que oír con los ojos (ya que están tan distantes los oídos).



Música callada y soledad sonora de la mística: porque es inteligencia sosegada y quieta sin ruido de voces y así se goza en ella la suavidad de la música y la quietud del silencio:

    ...las ínsulas extrañas / los ríos sonorosos / el silbo de los aires amorosos / la noche sosegada / en paz de los levantes de la aurora / la música callada / la soledad sonora / la cena que recrea y enamora...

    Puro Chirino.

    En Chirino el dibujo antecede siempre a la escultura, de elegancia alada: esa geometría de reflejos que adopta la forma fascinante de la espiral que vuela, ondea, flamea o revolea, símbolo del viento y de la palabra. El caracol, explica Paz, es la casa de los ecos: el eco se adentra en el caracol hasta volverse silencio o se dispersa en la trompeta.

    La espiral es universal: el caracol marino de Dalí es también un ojo, Neruda tiene una colección de caracoles, Brancusi hace un retrato a Joyce en forma de espiral y Mallarmé recurre a la espiral –el gesto por incapacidad de explicación verbal que hace uno cuando le preguntan qué es una espiral– para describir el movimiento de su escritura.

    Ahora, recién salidas de la fragua de sueños de Martín Chirino, ven la luz –¿no es el ideal de la inteligencia alcanzar la mayor velocidad conocida: la de la luz?– nueve espirales, o nueve musas distintas y una sola espiral verdadera, como nueve regalos de Oriente, que es donde los regalos se dan en número de nueve, si han de llegar al mayor grado de esplendidez y magnificencia.

    Menos es más.

    Chirino hace suya la ventaja del silogismo minimalista “Menos es más”, título del manifiesto de Van Der Rohe (nada que ver con la cháchara posmoderna de Barry Schwartz y su tiranía de la abundancia), que viene a ser como la “navaja de Ockham” –no multiplicar los entes sin necesidad– del puro Arte chirinesco: las espirales, el viento, los alisios, los sueños de Canarias, la alfaguara, la iberia y el árbol de luz y de sombra que se derrama sobre la memoria de Manuel Padorno, el poeta que apacentó a un rebaño de rocas que dormía echado en la orilla final, el amigo (lo mismo Manuel Millares) con quien tanto quería Martín Chirino.

 “Y se va quedando uno solo como en una selva en la que no dan sombra los árboles...”

    ¿Existen los espíritus arbóreos?

    Entre los antiguos son corrientes los bosques sagrados: Frazer deduce la severidad del culto de las penas feroces que señalan las leyes germánicas para el que se atreve a descortezar un árbol vivo: cortan el ombligo (que es una espiral) del culpable y lo clavan a la parte del árbol que ha sido mondada, obligándolo después a dar vueltas al tronco (que es otra espiral) de modo que queden sus intestinos enrollados al árbol. Vida por vida. Hombre por árbol. Espiral.

    Peter Sloterdijk, filósofo de la esferología, afirma que, en cuanto hombres de tradición, desde nuestro ombligo ampliamos la sensación de espacio, organizando en círculos concéntricos el mundo circundante que nos es más significativo: “Construimos, pues, el mundo como una circunferencia que se extiende en torno a este punto central. Este soñar, imaginarse, ensancharse de la imagen de mundo propia de la función umbilical que llega al borde del Todo es una actividad cosmopoética: en ella han estado atrapados siempre los pueblos de la Tierra hasta la irrupción de la era moderna.”

    El árbol de luz y de sombra, la iberia, la alfaguara, los sueños de Canarias, los alisios, el viento, las espirales... Cada paso es simultáneamente una vuelta al punto de partida y un avance hacia lo desconocido. Chirino es un desprendimiento de Canarias, que es un desprendimiento de África. Paz tiene observado que aquello que abandonamos al principio nos espera, transfigurado, al final: “Cambio e identidad son metáforas de Lo Mismo: se repite y nunca es el mismo.”

    Chirino concibe sus grandes series por décadas, como se conciben los grandes amores y los grandes boxeadores. ¿Por qué las grandes obras, como las grandes frases, son grandes? Estas grandes espirales de Chirino son como la verdad de su Arte en números redondos. ¿Y si Borges llevara razón y nuestro hermoso deber fuera imaginar que hay un laberinto y un hilo? “Nunca daremos con el hilo –aclara el ciego–; acaso lo encontramos y lo perdemos en un acto de fe, en una cadencia, en el sueño, en las palabras que se llaman filosofía o en la mera y sencilla felicidad.”

    Menos es más.

    La delicadeza de Chirino –“par délicatesse / j’ai perdu ma vie”, canta Rimbaud en la torre más alta–, con sus diáfanos ojos primitivos y una larga paciencia para ver siempre las cosas como si fuera la primera vez, está presente tanto en las formas del viento –“el escultor que vio el viento”, se dice de Chirino– como en las de la iberia, ese pisapapeles de eses ferruginosas –la S es más misteriosa que la X– que parecen sostener la inmovilidad de España y evitar que se levanten sus puntas. Cuerno, sombra, sol y hierro: la catástrofe del toro. El toro, la muerte y el agua. Inspirada en las turbulencias del agua, la espiral es un hundimiento en las “aguas de la muerte”. El sol se pone y vuelve a salir: muerte y resurrección en el redondel.

    Arte de birlibirloque: “Don Juan –anota Leiris–, una vez saciado de estoquear a sibilas culonas, con la misma unción con que se entra en religión, tomó el hábito de la tauromaquia.” Sin pasión, concluye Chirino, no hay vida. En palabras de Jorge Eduardo Eielson: “Vivir es una obra maestra”. Y a Chirino siempre se lo encuentra, solo, en medio de la corriente.

    –La liga en la media –dice el poeta más verde– puede llegar a ser un pecado venial. Lo que debe empezar a preocuparnos son unos pies descalzos por la hierba fresca...

    Hierba fresca. Pies descalzos. Esta colección de árboles, iberias, alfaguaras, sueños, alisios, vientos y espirales iba a llamarse Laberinto: un laberinto de hierro forjado, no fundido; retorcido por ciclópeas manos rumanas hechas al oficio en las fraguas donde el hierro fue el pan de Rusia. Forjas formidables de la escultura contemporánea que iban a agruparse al hilo de un laberinto: el laberinto como una grieta en las entrañas que encierra la esperanza del retorno. Laberinto de símbolos. Laberinto –invisible– de tiempos.

    Nueve –el número de espirales que iban a componer el laberinto– es un número perfecto, pues está formado por el tres, que también es perfecto y que nos trae de regalo el soniquete contento de aquel estribillo guillenesco que cantaba Merceditas Valdés: “¡Chi-ri-no / con su tres!”

  (La bemba grande, la pasa dura, / sueltos los pies, / y una mulata que se derrite de sabrosura...)

    En la idea borgiana de laberinto hay también una idea de esperanza, o de salvación: para sentirnos seguros, nos basta saber con certeza que el mundo es un laberinto. Porque el laberinto es orden: hay un centro, y en el centro está el Minotauro. Pero no sabemos si el Universo tiene un centro. Tal vez no lo tenga, y uno cree que ésta es la razón que lleva a Chirino a renunciar finalmente al nombre del laberinto: es probable que el mundo no sea un laberinto, sino simplemente un caos, y en ese caso estamos perdidos. Chirino, que ha vivido por entero el siglo veinte –nació en los flecos de la belle époque, cuando la vida empezaba con desmayada elegancia después de comer–, parece estar ya más en la idea de que el Universo no es explicable, y ésa es ya la idea más terrible.

    Al toro final, el toro de la despedida, ese toro chirinesco de la iberia, que es una catástrofe de toro, porque está todo estrellado de cielo –¿una consecuencia birlibirlológica de la Teología?–, hay que mirarle bergaminianamente las orejas: o para prevenir la arrancada, como aconseja Pepe-Illo, si las mueve las dos; o para saber de qué lado sabe cornear, si mueve una, como aconseja Montes.

    El toro del laberinto es un caos de toro.


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*Cátálogo Marlborough Madrid
19 de octubre -19 de noviembre de 2005