John Fulton y Peter O'Toole
Ignacio Ruiz Quintano
Abc
Si me ha impresionado más la muerte de Peter O’Toole es porque hacía tiempo que lo tenía por muerto.
–Peter O’Toole parece que está caminando sólo para ahorrar gastos de funeral –dijo una vez John Huston, con una forma de decir verdaderamente piterotúlica.
De hecho, la última vez que creí ver a Peter O’Toole era un caminante que iba de puerta en puerta por las calles de Ceceda, Asturias.
Hay un día de agosto que Ceceda parece Nueva Jersey en sábado de boda: son los cochazos de los invitados a una fiesta privada que se da en el pueblo y a la que no faltaba ni Rato (¿Ratu?) cuando era el amo del Fondo (¿Fondu?).
Aquel año llovía y los lugareños contábamos Audis por la ventana cuando llamaron a mi puerta. Abrió mi hijo. “¿Quién es?”, pregunté.
–¡Peter O’Toole! –dijo mi hijo, adolescente devoto de “Lawrene de Arabia”, perfectamente serio.
El visitante, en efecto, era, bajo la lluvia, un doble de Peter O’Toole y pedía comida, no dinero.
Cielos, el mendigo de Steiner, o mejor, el mendigo de la profecía misteriosa de Benjamin (“habrá mitología mientras haya mendigos”), el mendigo que llama a la puerta, el mendigo que acaso sea un enviado de los dioses o un agente demoníaco disfrazado, venía andando, estaba ahí y era clavado a Peter O’Toole.
Lo socorrí como si fuera el mismo Lawrence, con unos vales de almuerzo para un restaurante que me habían tocado, como consolación, en la rifa de dos gochus en las fiestas de Fresnedo, parroquia de Cabranes.
–¿Por qué habría de contarle la verdad? –dijo el verdadero O’Toole a Gay Talese, que había ido a Irlanda sólo para verlo–. ¿Quién se cree, Bertrand Russell?
Peter O’Toole veía su vida invadida de ejemplares de “Moby Dick”, para leer el mismo sermón: “Y si obedecemos a Dios tenemos que desobedecernos a nosotros mismos”.
Era un caballero que odiaba a las chicas que se afeitaban las axilas y me cayó siempre tan bien que yo creo que amisté con Jorge Berlanga por su piterotulancia.