miércoles, 21 de septiembre de 2022

Vida del pintor Bonifacio. Mundanidad conquense III

 


BONIFACIO

Turner, 1992

 Ignacio Ruiz Quintano

 

TRECE
Mundanidad conquense III



Bonifacio pescaba en los desmedrados arroyos de la comarca, y pescaba con larva, con mosca artificial o con gusano, un gusano que ha de moverse en el anzuelo para que la trucha haga por él y no huya. Era la época en que a Bonifacio le dio por pintar las entrañas de los insectos y por pescar truchas a tralla, con lo que un día que Zóbel viajaba a Londres se le ocurrió encargarle dos cajas de una grasa de la casa Hardy, que no hay otra en el mundo igual de buena.

Zóbel volvió de Londres con otro libro para la colección de Bonifacio y las cajas de grasa para la tralla de pescar truchas, que le habían costado mil quinientas pesetas. Una mañana, en la plaza, a la hora en que todos los artistas se reunían en un comulgatorio al lado de los arcos para participar de las dos especies sacramentales –cerveza y mojama– de la principal liturgia de aquella bohemia conquense, apareció Zóbel, como siempre, sólo que esta vez, antes de proceder a la elección de comensales, señaló a Bonifacio y voceó: “¡Me debes mil quinientas pesetas!”

Las voces de Zóbel, desde luego, eran una impertinencia, y los presentes quedaron muy corridos, salvo Bonifacio, que ya lo conocía y que, por enojarlo, declaró: “Ahora no las tengo, pero, si quieres, te puedo adelantar un plazo”. Y así quedó la cosa hasta que, tres o cuatro días después, se repitió la escena. Entonces Bonifacio le ofreció un billete de cinco mil pesetas, pero Zóbel no tenía para darle eñ cambio.

Al final, Bonifacio resolvió llevarle a Zóbel las mil quinientas pesetas a su casa, donde Zóbel tuvo con Bonifacio un comportamiento como el que manda la ley de la hospitalidad: “Vamos a sentarnos a tomar una copita de Armagnac”, dijo, y sacó una botellita de medio litro. En ésas, llamaron al timbre. Zóbel acudió al llamado, y como tardaba, Bonifacio, trago a trago, apuró el Armagnac.

“¿¡No te la habrás bebido!?”, exclamó Zóbel al ver vacía la botella. “Hombre –se justificó Bonifacio–, ¿y qué querías que hiciera?” Zóbel, entonces, prometió solemnemente que Bonifacio no volvería a pisar su casa.

Luego, cuando Bonifacio viajó a Bilbao, habló con Flores de lo del Armagnac, y decidieron que lo mejor era comprar para Zóbel la botella de Armagnac más grande que hubiera. Ya en Cuenca, Bonifacio acudió con el aguardiente a la cita mañanera en la plaza; al llegar Zóbel, le extendió la botella y le dijo: “Toma, una botella de Armagnac, y de litro”.

Y el caso es que después, si venía, a lo mejor, el pintor de mantenimiento del Museo, Zóbel le daba unas propinas que le doblaban el sueldo. Por ese lado, Zóbel, que concebía mejor el palillo de dientes sin comida, era más español que Bonifacio, que es capaz de concebir la comida sin palillo de dientes. (O la uña del chino, porque Zóbel era filipino.) Sólo ellos supieron entenderse con la misma facilidad que se admiraron.

 


Fernando Zóbel y Juana Mordó