BONIFACIO
Turner, 1992
Ignacio Ruiz Quintano
DIECISÉIS
Los animales geométricos I
La chusma de los sabios todavía ignora si el mundo es un laberinto o un caos.
Si el mundo fuera un caos, andaríamos perdidos, y Bonifacio se ha encaramado en Cuenca para disfrutar de la corajuda perplejidad del laberinto, un laberinto de telas de araña y cuartos traseros de insecto cuya visión, antes que desesperarlo, como ocurre con los blandengues, lo hace abocarse al trabajo, y quienes acuden a botaratear al guiñol artístico de la ciudad juzgan anticuado el estilo de vida de Bonifacio.
Nada nuevo. “Cuando uno está mentalmente muy avanzado, es natural que sea anticuado y normal en el vivir cotidiano”, había alegado Gertrude Stein, quien por cierto, también estuvo un verano en Cuenca –“el corazón de una terrible soledad”, según sus palabras– por recomendación de Harry Gibb, el pintor inglés a quien la propia señora Stein vaticinara una vida trágica, lo mismo que a Juan Gris.
En su gruta conquense, Bonifacio se aficiona a la economía frívola del gadget –ese afán inusitado por los utensilios ni del todo útiles ni del todo inútiles– a la vez que colecciona insectos con la misma excitación que producían en el ánimo de Petrarca las monedas romanas.
Saura, que tiene libre la entrada por la puerta secreta de la gruta, entrevé “una invasión de insectos coleccionados en cajas, en bocales, pegados en libros, prensados entre dos vidrios para ser proyectados como diapositivas en su catástrofe anatómica de cementerio de automóviles”.
Temeroso de caer en el lugar común, Bonifacio ha prescindido del virtuosismo –algo parecido al minimal– que tantos beneficios económicos le venía proporcionando y, frente al desprecio aristotélico por los insectos, Bonifacio esgrime la geometría platónica del cardador y la rezandera, de cuya especulación se sacan altísimos conceptos.
Bonifacio percibe que la pintura que no sea dura está condenada a desaparecer, y ni las privaciones lo afectan a la hora de tomar el riesgo de hallar el estrago donde espera el laurel.
Bonifacio necesita resolver el problema de la pintura, y, si los cubistas habían sido los cartógrafos de cada individuo, Bonifacio será el cartógrafo de cada gusano, reconstruyendo el mecanismo de los insectos como Picasso había reconstruido el rostro humano. Ya puestos ¿quién podrá sustraerse a la epigénesis de un gusano?
En la Historia Insectorum Generalis se afirma que una mosca arroja más luz sobre el conocimiento verdadero de la estructura y los usos de las partes del cuerpo humano que una disección repetida del mismo, porque en cada animal hay un mundo de maravillas, como sabía Simeón el estilita, aquel santo buñuelesco que reintegraba los gusanos a sus llagas.
Lo que Bonifacio comienza con fe no suele abandonarlo con desaliento, y hay que imaginarlo en esta época de su vida esculcando el campo para capturar esos insectos a los que luego matará para inyectarles con su escobilla el jugo digestivo que tienen los pintores para disolver y chupar todas las formas, y que hace de los pintores una especie de vampiros que se cuelgan de un hilo y se dejan llevar por el viento, para dispersarse.