BONIFACIO
Turner, 1992
Ignacio Ruiz Quintano
DOCE
Mundanidad conquense II
El viaje a Cuenca fue igual. Allí, Zóbel colocó a la pareja en casa de José Guerrero, hasta que Felipe, con quien Bonifacio ya había trabado una amistad, pudo encontrarles, aunque fuera en lo alto y sin agua, una casa propia de donde Bonifacio bajaba a diario a la plaza con un cántaro para llenarlo de agua en la fuente, y estos paseos, al principio, lo tenían deprimido, porque pensaba en Bilbao y en el negocio de estannes que había abandonado por Cuenca y un contrato verbal de ocho mil pesetas con Juana Mordó, con quien Zóbel ya había hablado de Bonifacio.
Bonifacio trabajó con Antonio Lorenzo, que lo enseñó a grabar y a esperar, y en el estudio de Antonio Saura –que antes había pertenecido a César González Ruano y que ahora es propiedad de Gerardo Rueda– tuvo su segunda casa hasta que Flores dio con la tercera y definitiva, en la calle del Trabuco, tan a mano como la anterior y con vistas.
En un país donde la vida oficial no comienza hasta después del mediodía, Zóbel se levantaba con el canto del gallo, y para los artistas de Cuenca era como el muecín que los convocaba a la oración laboral. Un día y otro día madrugaba como esperándose a sí mismo, porque Zóbel vivía solo, y hablaba solo cada vez que se retrasaba por haber estado contemplando solo una reproducción de las Meninas durante cuatro horas.
A Zóbel, sin embargo, no le gustaba comer solo, y entonces, como madrugaba mucho, al mediodía ya estaba en la plaza tanteando a los artistas para que lo acompañaran y escucharan durante el almuerzo. Ante la mesa era un cacique, y concebía la gastronomía como el poeta Villalón la reforma agraria: “Bueno, repartes un cortijo entre cien jornaleros ¿y qué? Los jornaleros miran a la tierra, la tierra los mira a ellos, y campesinos y olivos se mueren de hambre”.
En la plaza, ajustando comensales, Zóbel parecía un señorito andaluz ajustando braceros. Primero echaba un vistazo a la concurrencia, y luego, utilizando un dedo puntero, decía: “A ver, tú, tú y tú, os invito a comer”. Habitualmente almorzaba en las Casas Colgantes, e indefectiblemente pedía lo mismo por y para todos: lomo de cerdo con patatas.
Bonifacio, en aquellos tiempos, era de los artistas más favorecidos por la munificencia de mesa gallega de Zóbel, y con el tiempo se había fijado en una langosta que desde el fondo de un vivero del restaurante veía pasar los años y los clientes. La langosta era tan gorda que debía de estar calafateada, y tan vieja, que debía de ser la que Tiberio restregó en la cara al pescador de Capri, pero Bonifacio, harto de gatadas y de lomo de cerdo con patatas, aprovechó un día que Zóbel lo había invitado sólo a él para levantarse de la mesa y, a escondidas, hacer que le sirvieran la langosta.
Cuando Zóbel vio la langosta en la mesa, pegaba alaridos: “¿¡Quién va a pagar!?”, gritaba. “¡Pues tú, que me has invitado!”, contestaba Bonifacio. “¡Pues ya me darás un pedacito, vamos!”, continuaba Zóbel. “Puedes coger la mitad, porque a mí sólo me gusta la cabeza”, convenía Bonifacio. Hasta que Zóbel, de un manotón, zanjó la discusión: “¡Pues ya no te invito más a comer!”
Y lo hizo, ésa es la verdad. Al mediodía, Zóbel llegaba a la plaza, echaba el vistazo, apuntaba con el dedo y repetía; “A ver, tú, tú y tú, os invito a comer”. Y, desde el día de la langosta, siempre se saltó a Bonifacio, a quien las manías de Zóbel lo tenían intrigado, porque Zóbel, al menos con él, o se mostraba muy agarrado o se mostraba muy espléndido.
En sus viajes, Zóbel siempre se acordaba de Bonifacio, y de todos le traía algún libro. Pero a Londres viajaba demasiado a menudo, porque en Londres vivía un matrimonio de japoneses que restauraban grabados, y de Londres a Bonifacio no le faltaba ya ningún libro. Además, a Bonifacio, más que leer, le gustaba pescar, y en Cuenca se había hecho pescador de trucha, cuyo único aliciente está en la brega que exige el pez para poder capturarlo.
Zóbel con Millares