Fernando Robleño
Pepe Campos
Plaza de toros de Las Ventas. Domingo 18 de septiembre. Segundo desafío ganadero. Algo más de un cuarto de entrada. Terna: Fernando Robleño, Miguel Tendero y Luis Gerpe (que confirmó la alternativa). Toros: dos de Hoyo de la Gitana (2º y 3º); tres de José Escolar (1º, 4º y 5º); uno de Montealto (6º, sobrero).
Los taurinos —aquellos que defienden el negocio de una tauromaquia anodina, plagada de toreros pegapases— nos recuerdan continuamente que no es posible el toreo clásico porque la norma de cargar la suerte es una quimera, un invento, un producto de la imaginación del aficionado intransigente, e impide que las figuras del toreo puedan desarrollar sus saberes incuestionables por doquier. Para los taurinos, de manera incontestable, este tipo de aficionado inflexible es el que obstaculiza el devenir de la fiesta de los toros y habita en la plaza de Las Ventas. Un coso donde con esos preceptos de cargar la suerte, más otras disposiciones incómodas como que el torero cite a distancia y cruzado, temple, mande y remate los lances detrás de la cadera, y después los ligue, se convierte, por ello, en un territorio donde es imposible el toreo; porque además en él se exige el toro de verdad, de casta, con pitones, años y trapío. De esta manera Madrid y su afición, y todo lo que representan, vienen a ser, para los taurinos, el enemigo a exterminar para que la fiesta camine por el sendero de la gloria, que no es otro que la sempiterna presencia en todos las plazas de un toro aborregado y claudicante, y de toreros que conciben la tauromaquia por el número de pases que puedan darle a esos toros y en una sucesión continuada de los mismos.
Sabemos que los taurinos mantienen una guerra abierta contra la afición de Madrid (no sólo contra los abonados del tendido 7) porque les va la vida en que exista una clase de toro de escasa presencia y nulo peligro (noble desrazado) para que se produzca una tauromaquia superficial, aparente y de poco contenido, porque dicen debe ser entendida por todos los públicos. Así, de este modo, las plazas se llenarán de gente y el negocio podrá ser rentable. En este contexto, los ganaderos que seleccionan bajo el criterio de la toreabilidad (el toro que admite pases simples) y las figuras del toreo capaces de desplegar infinidad de esos pases (sin torear de verdad) se prefiguran en la piedra angular de la fiesta de los toros y en el baluarte de los que gestionan desde hace muchos años la fiesta: los taurinos. Para estos gestores todo aficionado que no entienda ese criterio laxo del mundo de la tauromaquia no sólo es un ignorante sino que sobra. Por lo tanto, sobra el aficionado madrileño. Y en Las Ventas encontramos el epicentro de todas las batallas y la fortaleza a derribar (y abandonada a su suerte).
Todo aficionado cabal a los toros conoce los pormenores de esta guerra que observamos se alarga para desesperación de los taurinos. El toro claudicante no llega a instalarse del todo en Madrid. El toreo sin verdad ni ética, tampoco. Pues, de vez en cuando, salta al ruedo venteño el toro auténtico, ese toro de condición indómita que atesora bravura y que posibilita la emoción del toreo, que sucede cuando a ese animal se enfrenta un diestro que quiere dominarle aplicándole los cánones de la tauromaquia. Ahora bien, uno de esos cánones es anatema para los taurinos pues se aposenta en la obligatoriedad moral de que en los lances y en las faenas los matadores carguen la suerte. ¿Qué es eso de cargar la suerte? Simplemente que el diestro al torear, en el centro del pase, cuando se produce la jurisdicción del mismo para toro y torero, el matador mantenga la pierna de salida, por donde el toro va a deslizarse, al alcance del animal para que pueda girar sobre ella sin tocarla, si la técnica, el dominio y el valor del espada lo permiten.
Todas las dificultades habidas, según los taurinos, para que se origine el toreo, ayer en Las Ventas no existieron. Hubo un torero, Fernando Robleño, que desde la disposición (importante arma para convencer a Madrid), el valor, el conocimiento y el desarrollo técnico de los cánones, fue capaz de torear de manera maciza, verdadera, auténtica, ética, bella y posibilista. Se midió para ello a un toro del José Escolar, Camionero, de 605 kilogramos —otro anatema para los taurinos—, casi cinqueño, con impecable trapío, pitones, casta, codicia y acometividad, aparte de nobleza y muchos ápices de bravura. Bien, pues reunidos ambos protagonistas en el ruedo de Las Ventas, decidieron, uno, Fernando Robleño, torear siguiendo las reglas clásicas de la tauromaquia, y otro, el toro de Escolar, mantenerse firme en sus condiciones naturales de embestir a los engaños de su matador y hacerlo con pujanza, brío y emotividad, sin regalar acometidas. De tal encuentro se produjo una obra de arte.
Dicha labor artística se elaboró desde la despaciosidad en el toreo por parte del artífice (Fernando Robleño, experimentado torero), el cite al toro desde la distancia adecuada, con la muleta por delante, enganchando al toro arrancado éste, llevándole con temple y mando por delante de su figura. Una silueta que mantenía la pierna de salida firmemente apoyada mientas el toro pasaba, y situada por delante de cualquier línea paralela que se trazara. Un modelo de pase que conservaba, al tiempo que se producía, la muleta tersa, empalmada a escasos centímetros de los pitones del toro, sin que éste pudiera cogerla, con una largura de lance completo, desde su inicio, enganchado el toro tras el cite, hasta su final, rematado el muletazo allá atrás de la cadera por debajo —siempre que pudo ser— para que el torero girase sus talones y continuara en siguiente lance, con los mismos presupuestos, las veces que fueran necesarias, tras pases de pecho por delante, de pitón a rabo. Hubo doblones de dominio —eternos— como comienzo de la faena y existieron pases estéticos a toro dominado al final de la misma. Naturales y redondos. Pases justos. Introducción, nudo y desenlace. Y ligazón, mucha ligazón, sin solución de continuidad. Sin acomodo para esa patraña de que para ligar hay que descargar la suerte.
Andrew Moore