BONIFACIO
Turner, 1992
Ignacio Ruiz Quintano
DIEZ
Los forasteros de El Paso II
Juntos, cien billetes de mil pesetas no los había visto Bonifacio ni en el Banco, y ahora, cuando los tiene en sus manos, su primer arranque de excitación lo lleva a invitar a toda la concurrencia a un gaudeamus de felicidad y agradecimiento:
–Invito a ostras y jamón –dice Bonifacio.
–Te lo vas a fundir –avisa Zóbel.
–Por una vez, qué cojones –zanja Bonifacio.
Bonifacio es uno de esos personajes convencidos de que hay muertes repentinas, o de que ya habrá tiempo de pensar en el porvenir cuando el porvenir haya pasado, y con Flores –su compañera–, con Merino, con Zóbel –peregrino de la gastronomía, ahora– y con Felipe, el chófer, visita La Concordia, que pasa por ser la mejor marisquería de la ciudad, donde Zóbel se adelanta y pide por los demás, que ésa era una de sus rarezas, aquellas rarezas que Bonifacio, por cuestión de carácter, jamás aprobó con complacencia.
Las rarezas de Zóbel eran rarezas de sabio millonario, como lo habían sido las del conde de Keyserling, aunque muy celebradas por su clan. Se decía que Zóbel había llegado a España afligido por una crisis de identidad provocada por la contemplación de una exposición de fotografía de Rothko, y a Bonifacio, más que la pintura de Zóbel –una investigación plástica del tiempo y de la propia memoria, según los críticos–, lo influye su personalidad. Zóbel invita a Bonifacio a Cuenca, la colmena del arte abstracto, pero Bonifacio, por esos días, es feliz en Bilbao, con sus murales y su Imprenta Industrial.
Pinta un mural para la Compañía Nacional del Oxígeno y otro para el Ateneo. Es la contribución cultural de los constructores al arte, que crece como la hiedra entre los andamios en los que se trepa Bonifacio para vivir: “ejecutoriando en la revista / todos los privilegios de la vista”, hasta descubrirse bordeando los límites del arte y de la industria artística. A su manera, la expresión de esa revelación está en que “ganas dinero, pero sigues con el rollo de la pintura ahí, dando vueltas”.
El espanto ganancioso de los murales acaba por enseñarle a Bonifacio el camino más corto hacia sí mismo, y en el instante de esa anunciación suprema se acuerda de la sugerencia de Fernando Zóbel: trasladarse a Cuenca.
Antes, sin embargo, todavía tiene Bonifacio la ocasión de inaugurar una exposición en la Galería Mainel, en Burgos, ciudad de gratos recuerdos y sorprendentes peripecias.
De su paso por Burgos, Bonifacio no se olvida ni de los cangrejos de río que guisan en el restaurante Polvorilla ni del cliente a quien, habiéndole apalabrado un cuadro, no le pudo cobrar. Era Domingo Dominguín, y el día de la cita convenida para el negocio llegó la noticia de que se había suicidado en México.
En Burgos vive Bonifacio dos semanas, y cuando cruza la plaza del Cid siempre le viene una carcajada, porque piensa en el artífice de la estatua ecuestre del Campeador que tiene delante, conocido suyo de Bilbao y personaje pintoresco.
Se conoce que el escultor, Lucarini*, había proyectado moldear un caballo soberbio, brioso, atrevido, fiel, belicoso y esforzado, que es como fray Luis de Granada enumera las cualidades del caballo, pero obligado, el hombre, a conciliar las proporciones del proyecto con las estrecheces del taller, el resultado es este “caballo agorrinado” ante el que Bonifacio se inclina de risa, sin ninguna conciencia cristiana.
Del caballo también dijo fray Luis que es animal que sirve para todo.
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*Fe de errores.- El escultor de la estatua ecuestre del Cid en Burgos fue Juan Cristóbal. El amigo de Bonifacio, Joaquín Lucarini, fue el autor de las ocho estatuas cidianas en piedra de Hontoria que jalonan el puente de San Pablo.
Con Saura