Bonifacio, por García-Alix (detalle)
BONIFACIO
Turner, 1992
Ignacio Ruiz Quintano
ONCE
Mundanidad conquense I
Bonifacio se planta en Cuenca el año en que Antonio Saura firma su Crucifixión más deformada. “Cuenca –dirá luego Bonifacio– es el sople todo el día”.
Parece una decisión heroica, la de Bonifacio, teniendo en cuenta que Bonifacio, en esa época, es vecino de Bilbao, sostén de dos familias –ha dejado a su primera mujer, madre de sus dos hijas–, y socio de un negocio de estannes bastante próspero que da abasto a empresas del tamaño de Altos Hornos o Iberduero.
Pero a Bonifacio se le ha metido en la chola que tiene que irse a Cuenca, porque en Cuenca vive un grabador de renombre, Antonio Lorenzo, que le va a enseñar a grabar, y porque a Cuenca lo ha invitado Fernando Zóbel, que en asuntos de pintura es el amo. Así que un día Bonifacio se levanta de la cama y le dice a su socio Echevarría: “Quédate con los estannes, chupas de todo Dios, y yo me voy a Cuenca”.
A todo esto, Fernando Zóbel, con maneras de hombre gentil, se ofrece con su coche para hacer juntos el viaje desde Bilbao hasta Madrid. En el coche de Zóbel, con Felipe, el chófer, se acomodan el anfitrión, Bonifacio y Flores –su segunda mujer–, que viajan, los dos, con la idea de haber sido invitados a la casa que el pintor tiene en la madrileña calle de Fortuny y sin la convicción plena de estar cometiendo una locura.
Durante el viaje sólo habla Zóbel, porque Bonifacio es hombre de pocas palabras y porque Zóbel es hombre que habla a coros, mientras que Flores, con esa intuición condescendiente de las mujeres discretas, se limita a ver, oír y callar.
Al atravesar la plaza de Colón, Zóbel ordena a Felipe que pare el coche, y, una vez estacionados enfrente de la Biblioteca Nacional, dirigiéndose a los invitados, dice que aquello es Madrid y que ya pueden apearse, que él todavía ha de dar la vuelta a la plaza para girar a la derecha y dirigirse hacia su casa, y entonces Felipe, compadeciéndose de las caras de asombro –como de polizones– que ponen los paletos, les da las señas de una pensión que hay detrás de las Cortes.
Son las cosas de Fernando Zóbel, a las que, con el tiempo, Bonifacio irá habituándose. Al fin y al cabo, lo mismo que a él acaba de pasarle en Madrid, le pasará a Gustavo Torner en Nueva York, de plantón en el aeropuerto y sin otra guía que su bastón, ese bastón con nudos de ebanistería fina para contemplar el espectáculo con algo con qué protestar ruidosamente.
Cuando alguien acepta una invitación de Zóbel, nunca sabe a lo que se expone, y Bonifacio atribuye a formas diferentes de ver la vida estos malentendidos con los modos de la cortesía, aunque, si es cierto que la sinceridad le parece una explicación, su temperamento le impide aceptarla como una excusa.
Fernando Zóbel en Museo de Arte Abstracto Español
de Cuenca