jueves, 8 de septiembre de 2022

Vida del pintor Bonifacio. Cubismo desamparado III

  


BONIFACIO

Turner, 1992

 

Ignacio Ruiz Quintano

 

SIETE
Cubismo desamparado III



En esta época conoce Bonifacio a Julio García Sanz, un discípulo de Olasagasti al que Bonifacio recuerda como al hombre que lo enseñó a pintar. García Sanz se lleva a Bonifacio a pintar los cielos, y Bonifacio discute con García Sanz porque García Sanz no entiende que Bonifacio, siendo todos los cielos azules, se empeñe en pintarlos negros, pero Bonifacio continúa pintando los cielos como los ve, hasta que un día, “pintando a una francesa que había venido a comer marisco”, Bonifacio pinta una cabeza que impresiona vivamente al crítico Villota.

Villota era un crítico de arte muy amigo de García Sanz, cuyo estudio visitaba a menudo. Ese día, Villota llamó a la puerta, entró y dijo: “¡Hombre, Julio, qué retrato más estupendo!” Y era el retrato que Bonifacio había pintado de la francesa mientras la francesa se comía el marisco, con lo que Julio García Sanz, que había pagado el marisco, pero que, sobre todo, había descubierto al discípulo, declara que Bonifacio, a los efectos artísticos, es ya un liberto.

Bonifacio, sin embargo, por apego y otras cábalas –el estudio de Julio García Sanz lo utiliza él casi en exclusividad–, decide continuar al lado de su maestro, y se dispone a pintar en serio. Un año después, en 1958, organiza la primera de sus exposiciones individuales, en el Ateneo de Guipúzcoa.

Aun así, Bonifacio no renuncia a esa suerte de fatalismo personal que había ensayado de niño para poder estar de mayor siempre dispuesto a perder todo en cualquier momento, como un señor.

A sus veinticuatro años, se casa por la mañana, pinta por la tarde y toca la batería por la noche en una banda de jazz –Bonifacio nació en la Edad del Jazz– que ha reunido Perico Salinas, “un músico muy bueno”.

Bonifacio es baterista de jazz, de salsa y, ya puestos, de pasodobles. Toca con su banda en El Zorongo, y quienes los escuchan se alucinan como si se encontraran en las mismísimas Islas Sonantes de Rabelais.

De todos los ritmos se ocupa Bonifacio, que pasa por percusionista jamaicano para todo el mundo menos para un celoso funcionario sindical con ganas de marear que le exige el carné de miembro de Actividades Diversas para poder tocar la batería en bodas y banquetes, y a sus treinta y tantos años, con presurosa y casi alegre resolución, Bonifacio se matricula en el Conservatorio. “Una vergüenza que no veas –dice–, ir al Conservatorio”, porque en el Conservatorio había que cantar las notas de la escala musical en grupo y con todos los niños.

Pasa por el aro de la burocracia sindical haciendo de tripas corazón, pero Bonifacio, finalmente, aprueba los exámenes, y con el carné de Actividades Diversas en el bolsillo trasero del pantalón ya puede dedicarse, con su banda, a hacer bolos: salsa en las fiestas de los pueblos, pasodobles en las bodas y jazz, siempre jazz –con mucho saxo– cuando se trata de tocar lo que a los músicos de la banda les gusta. Su fama, la de la banda, ha traspasado las fronteras, y de repente reciben una llamada de Hamburgo, donde quieren verlos tocar, pero la oferta no es muy golosa –orquesta única, lo que supone actuar ininterrumpidamente durante ocho horas diarias en un garito del barrio chino–, y declinan la invitación.

Curiosamente, Bonifacio emplea en estos años más horas a la batería que a la pintura. Socialmente, a los ojos del vecindario no deja de ser un pordiosero.