Sir David Cannadine
Ignacio Ruiz Quintano
Abc
El régimen inglés, un ideal de gobierno mixto (monarquía, oligarquía y democracia), es lo que en tiempos de Montesquieu se llamó “monarquía gótica”, no por el parecido de sus miembros con los de “The Addams Family”, sino porque se suponía que la “libertad europea” era un legado de los godos que derribaron los muros del imperio romano, y fue el propio barón bordelés, genio del pensamiento político (¡pensar que aquí un presidente del TC se firmaba “Secondat”!), que situaba el origen de la libertad política en los bosques germanos, quien describió la “monarquía gótica” como el mejor tipo de gobierno que pueda imaginarse.
Romanos, godos, bosques… ¡La tradición! El autor de “Pasiones de servidumbre” contaba siempre la anécdota de Trotski, que fue a visitar a Lenin en su despacho del Instituto Smolny; entró sin llamar y vio al líder subido en una silla para colgar un retrato (así mató Robert Ford a Jesse James) del zar… Pedro I.
–Formamos el primer gobierno revolucionario –dijo Lenin–, y debemos convocar a todos los grandes Manes de nuestra historia. No hay empresa grande sin el apoyo de la tradición.
¡Ah, la tradición! Cuanto más democráticos seamos, dejó dicho Bagehot, “más apreciaremos la gala y la exhibición, que siempre han complacido al vulgo”. De los tres elementos de la democracia formal (representativo, electivo y divisorio), los ingleses sólo conocen el primero (¡para nosotros lo quisiéramos!); el resto es cartón-piedra, como Eric Hobsbawm y David Cannadine demostraron con su ensayo “La invención de la tradición”: la pompa monárquica para deslumbrar al vulgo no viene del Medioevo ni de Shakespeare, sino de finales del XIX y principios del XX, en competencia “hollywoodense” con la Alemania guillermina, la Rusia zarista y la tercera República francesa. La “tradición inventada” inculca valores mediante la repetición, que implica continuidad con el pasado.
Berlín, San Petersburgo, París. ¿Y Londres? En aquellas capitales el urbanismo era monumento al poder del Estado y del monarca. En Londres, en cambio, lo era al poder y la riqueza del individuo. Como en Inglaterra no hay estatalidad (hay “goverment”, otra cosa), el Londres victoriano era una afirmación contra el absolutismo, la expresión orgullosa de las energías y los valores de un pueblo libre: Londres podía resultar descuidado, pero la gente no estaba esclavizada.
La tendencia a ensalzar la realeza según declinaba el prestigio nacional se acentuó en la Inglaterra de la posguerra; el ritual como paliativo a la pérdida del estatus de potencia mundial: “Una garantía de estabilidad, seguridad y continuidad, la preservación de la tradición”. Una idea de la monarquía como religión laica. Su ritual se hizo posible a causa de la creciente debilidad real.
–En Inglaterra, al revés que en sus países competidores, inventar la tradición no suponía tanto reabrir el teatro del poder como estrenar la cabalgata de la impotencia.
[Viernes, 16 de Septiembre]