BONIFACIO
Turner, 1992
Ignacio Ruiz Quintano
NUEVE
Los forasteros de El Paso I
El juego es una lírica representación de la vida, pero Bonifacio, harto al fin de tantos versos libres, resuelve cambiar el artificio de París por la industria de Bilbao, donde le ha salido un bien remunerado empleo en una imprenta.
En Bilbao, Bonifacio hace en seguida buenas migas con Luis Merino, propietario de la Galería Grisis, parada y fonda de los forasteros de El Paso, esos artistas decididos a preservar el falso cabujón del arte del peligro de estancamiento mesteño que fomenta el Régimen. No son muchos, pero se defienden con el mismo entusiasmo que Gary Cooper ponía en preservar el falso mechón de Lily Langtry de la gana mezquina del juez Roy Bean, que, como se sabe, era la ley al este del Pecos.
Luis Merino proporciona a Bonifacio un estudio abuhardillado donde poder pintar en los ratos libres que le dejan sus ocupaciones en la Imprenta Industrial, que le ha dado la oportunidad de instruirse en el dominio de los utensilios de las áreas gráficas.
De este modo, Bonifacio gana un concurso de murales para la Naval, y eso supone muchos murales para los barcos. La moda se expande, y todos los pudientes locales quieren tener un mural de Bonifacio, y Bonifacio, por una vez en su vida, se deja mecer en los brazos de esta opulencia detalladamente fea, pero no pierde de vista a la pintura.
La ventaja de Luis Merino es que no cobra derechos de los artistas que quieren exponer, y el propio Bonifacio, que ya ha hecho cuatro exposiciones en San Sebastián –dos en el Ateneo de Guipúzcoa y dos en la Galería Arana Darras–, inaugura en la Galería Grises su primera exposición bilbaína. Lo vende todo.
A la galería, y haciendo crujir sus enormes zapatos, llega un día el pintor Fernando Zóbel, el peregrino de la belleza, como lo llaman los críticos cursis. Bonifacio se entera de que Zóbel es un millonario coleccionista que en Harvard, siendo estudiante, pintó un retrato de T. S. Elliot, el “inverosímil compatriota de los Blues de Saint Louis”, en graciosa definición borgiana.
Para Bonifacio, en cualquier caso, Fernando Zóbel es un mecenas y un filántropo que ha fundado en Cuenca un Museo de Arte Abstracto, con la ayuda de Gustavo Torner, de Gerardo Rueda, de Eusebio Sempere y de Antonio Lorenzo.
En la Galería Grises de Bilbao, Zóbel se fija en un par de cuadros, y después habla con Merino para saber dónde puede ver más obras de Bonifacio. Merino contesta que en la casa del pintor, que es una casa como de guerrero nórdico, con la puerta tan baja que los visitantes han de inclinarse para entrar: un guerrero sólo tendría que permanecer dentro de la casa y cortar con su espada la cabeza de los intrusos. Bonifacio todavía se sobrecoge al recordar la calamorrada que dio Zóbel en una viga de la entrada, pensando que allí había terminado el negocio, pero Zóbel, sobreponiéndose al aturdimiento, escoge dos cuadros y, con aire de refinada solvencia, le pide un precio al pintor. Bonifacio, algo escamado, exagera y contesta que cada cuadro vale treinta mil pesetas, aguardando, expectante, la señal para el regateo.
Aunque Bonifacio nunca ha sido un místico, siente en este momento la necesidad de ser exacto, y se agarra sin darse cuenta a la norma de Gertrude Stein, que en estos casos siempre mantenía que un cuadro, o bien vale trescientas pesetas, o bien vale trescientas mil, con lo que Bonifacio apuesta por lo grandioso, que es lo que íntimamente le parecen treinta mil pesetas por uno de esos cuadros que además, de haber dispuesto de más tiempo, habría deseado mejorar.
Lo que Bonifacio no podía esperar era que Zóbel, en lugar de alarmarse, aceptara la oferta como lo hizo: con apremiada obsecuencia, el peregrino de la belleza primero dijo sí, y luego, acompañando sus palabras con gestos que traslucían admiración, dijo que cada cuadro no valía menos de cincuenta mil pesetas, entregando en mano cien billetes de mil, que es cuando Bonifacio pensó que Fernando Zóbel era de esa clase de hombres excéntricos que tienen la calamidad de no escuchar su propio juicio.