MARTÍN-MIGUEL RUBIO ESTEBAN
Doctor en Filología Clásica
El 13 de enero de 1999 Trevijano pronunció en el Ateneo de Madrid una conferencia titulada “El Derecho a la Dignidad”. En un país tan faramallero y adulador como éste no es cosa fácil encontrar a algún habitante que pueda hablar sobre la dignidad con un mínimo de coherencia personal. Es por eso que Trevijano, como ejemplar de una especie humana fatalmente extinguida en España, era todo un lujo. Si entonces ya la sociedad española necesitaba perentoriamente ejercitar el derecho a la dignidad, hoy tal ejercicio está secluido de nuestros valores morales, si no prohibido. Grandemente nos conmovió aquella conferencia desde dos puntos de vista; su inexpugnable moralidad y su hiperestésica inteligencia. Su fe en la dignidad y libertad humanas le había convertido en un nuevo William James. Como frutos epigónicos de aquellas palabras pronunciadas por aquel príncipe de la Democracia en la conferencia citada dejo aquí unas cuantas reflexiones.
El concepto moderno de la “dignidad” entra en la Historia con el nacimiento de la Democracia en la Atenas del siglo V. a. C. Antes de la irrupción de la libertad política la dignidad reflejaba tan sólo la condición social del ciudadano, su inserción en una de las tres clases superiores de la sociedad timocrática ideada por Solón. Y se designaba con el nombre neutro de efecto, “axíoma”. Tras las reformas institucionales de Efialtes y Pericles la dignidad comienza a significar la “estimación” que se tiene de un ciudadano en función de su utilidad al bien común. Entonces este tipo de dignidad empieza a expresarse con un nombre de acción, aunque de la misma familia etimológica y semántica que la anterior, “axíosis”. No sería extraño que este término “axíosis”, significando el prestigio personal que dan las propias acciones encaminadas al bien común, hubiese nacido del círculo efiáltico-pericleo en cuanto que no se nos aparece este término antes de la obra tucididea. Dicho término, en el parágrafo 37 del Libro II de Tucídides, entra en un juego retórico-político con “axíoma”, contraponiéndose políticamente con éste. Estamos en el marco del discurso fúnebre pronunciado por Pericles en el segundo año de guerra con Esparta. Y quiere dejar muy claro que se puede tener “axíosis” a pesar de no tener “axíoma” (pedigrí de clan), y se puede proceder de un linaje con un gran “axíoma” y no tener “axíosis” alguna, incluso ser un “achreyon” (hombre inútil para la ciudad, aunque sea útil para su casa). Es así que la “axíosis” o dignidad personal activa pasa a engrosar la terminología democrática, y con ello a convertirse en una conquista democrática. La dignidad periclea constituye un término político en cuanto que se define en dicho discurso como una perfecta coherencia entre el sentido del honor personal y los sentimientos más elevados de cada uno (“phrónema”) y las obras (“érgoi”) entendidas como acciones políticas ejecutadas en beneficio de la “pólis”.
Asimismo, Roma confirió al término “dignitas” un sentido aerófanamente político. La etimología del propio término así lo evidencia. “Dignitas” tiene que ver con “decet” (conviene), del mismo modo que “dignus” viene de *decnos. Es así que en un principio la “dignitas” es lo que conviene a uno de acuerdo a su condición social, marcada por la familia, la curia y la centuria a la que se pertenece. De ahí que esa condición social, si estaba vinculada a las clases/”ordines” superiores, se llamase precisamente “dignitas” (v. gr. “dignitas equestris”). Curiosamente a finales de la República, de la mano del ubérrimo Cicerón –pero también de la mano de su enemigo político Salustio–, se democratizó y pasó a tener el significado de utilidad pública que tiene la “axíosis” periclea. Por ejemplo, Cicerón ve también en un extranjero poeta, como Archias, “dignitas”, así como en los amigos de éste. Y también en el propio escritor de Arpino comienza a significar, bajo la dictadura de César, y después, tras el tiranicidio, esa posibilidad que tiene el hombre de no sufrir dualidad entre lo que piensa y siente, por un lado, y lo que realmente dice y hace, por otro, bajo un régimen de libertad, aunque ya sólo fuera éste una “libertatis umbra”. Pues bien, este significado político-moral es el que va a tener durante el “principado”, hasta el punto de que Tácito, cerrado republicano trasnochado en plena dinastía antonina, lo hace sinónimo de ”libertas” en sus Historiae y Annales, y llega a definir el nuevo régimen político –que ya llevaba un siglo instaurado– como el régimen de la indignidad, en cuanto que el pueblo no dice lo que siente, ni siente lo que dice, como casi todos los obedientes afiliados de nuestros partidos políticos. Es a partir de entonces cuando la dignidad se convierte en una dolorosa melancolía, en una doliente remembranza de un pasado real en el que el hombre era libre (“rara temporum felicitate, ubi sentire quae velis et quae sentias dicere licet”) (Tácito, Historiae, I, 1). Y es por ello que para Trevijano sólo hay dignidad en donde no hay servidumbre, y sólo hay libertad política en las sociedades dignas, en donde la dignidad personal triunfa. En el fondo toda cuestión política entraña un hecho moral personal, y ya Jovellanos nos había enseñado que las verdades morales son verdades de sentimiento, esto es, más heredadas que adquiridas.
Trevijano consideraba que el fin básico de las Humanidades era la expresión, el arte del bien hablar y escribir. A la inmensa jurisdicción de las Humanidades pertenece cuanto tiene que ver con la expresión y enunciado de nuestras ideas. Y se preguntaba a sí mismo: ¿Es acaso otro el oficio de la gramática, retórica y poética, y aun de la dialéctica y lógica que el de expresar rectamente nuestras ideas? ¿Es otro su fin que la exacta enunciación de nuestros pensamientos por medio de palabras claras, colocadas en el orden y serie más convenientes al objeto y fin de nuestro discurso o escritos? Pocos intelectuales he conocido con el esfuerzo y rigor gramatical que ponía Trevijano en la recta expresión. A las mentes mediocres su pasión por la expresión correcta, por el buen español, podía entrañar un cierto tipo de manía. Pero no hay pensamiento correcto ni intención buena que nazcan de expresiones torcidas. A veces me llamaba por teléfono para discutir una cuestión gramatical, un asunto aparentemente baladí, pero que lo discutíamos con pasión hasta una hora. María José también nos asesoraba y participaba en estos debates puramente gramaticales y del bien decir. Incluso a veces podía parecer impertinente y gruñón cuando corregía a sus propios colaboradores del MCRC en los programas de radio y televisión del Movimiento. Pero no había maldad ni pizca de mala uva en estas correcciones “fraternas”, sino pasión por la claridad y viva conciencia de que la expresión correcta es la verdadera matriz de la verdad, la belleza y la libertad. Fue su compromiso político por el correcto uso del español lo que le llevó a organizar en Santo Domingo de La Calzada el Simposio Internacional “El Consenso político degenera el idioma”, en el que hubo interesantes aportaciones que ayudaron a subrayar la idea-fuerza de Antonio: los regímenes políticos fundados en la mentira y el crimen son enemigos de la expresión correcta y clara, y se esconden en barrocos retorcimientos sinuosos que no pueden expresar nada limpio, verdadero y libre. Yo participé con una humilde ponencia que creo abordaba la esencia de la expresión “coram populo”, que es la retórica.
En la vida del hombre hay una edad destinada para la instrucción –sólo el alma humana es instruible– y otra para la acción; una para adquirir la verdad, y otra para obrar según ella. Pero en el caso de Trevijano ya desde la adolescencia la acción instruida daba sentido absoluto a su vida. Toda su enorme y enciclopédica instrucción estaba al servicio y rendía tributo a la acción, a la acción política, naturalmente.