jueves, 8 de septiembre de 2022

Honi soit qui mal y pense (Al hilo de la Monarquía Británica)


 Noblesse oblige

 
 
Jean-Juan Palette-Cazajus
 

Ésta es una de las dos frases en viejo franco-normando que figuran en el escudo oficial de la monarquía británica. Puede traducirse por “deshonrado (o avergonzado) quede quien piense mal”. Tiene que ver con las supuestas circunstancias, sin duda  bastante apañadas, como corresponde a la labor de toda memoria mitógena, que dieron lugar a la instauración de la Orden de la Jarretera. Simbolizada ésta por el lazo azul que figura en el  centro del escudo.

La otra es “Dieu et mon droit”, fundamental, ya que es la divisa que figura a los pies del escudo. Quien la introdujo fue el rey Enrique V (1386-1422) en el peor momento, para los franceses se entiende, de la Guerra de los Cien Años. Tras el desastre de Azincourt, en 1415, que vio la carga desastrosa y anárquica -“business as usual”-  de la caballería francesa, sepultada en el barro y abrumada bajo las nubes de flechas disparadas por el temido “long bow” inglés. De modo que en 1420, Enrique V y el rey de Francia Carlos VI, personaje enfermizo y más que medio loco, firmaban el tratado de Troyes que acataba las históricas pretensiones de las dinastías franco normandas y les concedía el trono de Francia a la muerte del monarca reinante. “Dieu et mon droit” es expresión que simboliza aquellas pretensiones. La milagrosa irrupción de Juana de Arco en los años siguientes evitó el desastre.



 Escudo de armas del Reino Unido

Pero a los reyes de Inglaterra les daría por seguir ostentando el título de rey de Francia nada menos que hasta la Paz de Amiens, firmada en 1802 entre el Reino Unido por un lado, la República Francesa, España y la República Bátava por otro. El caso es que si “Dieu et mon droit” es lema que casa perfectamente con las referencias de una monarquía construida sobre el pacto y el derecho, hay quien sostiene que la aparente cópula “et” es una corrupción antigua por “est”. Entendiendo que en este caso la frase real fuese efectivamente “Dieu est mon droit”, o sea “Dios es mi derecho” en lugar de “Dios y mi derecho”, la consecuencia supondría una reivindicación, por parte de la monarquía inglesa, de su prosapia divina. ¡Trascendental querido Watson! Isn't It?

Entiendo que las anteriores divagaciones puedan resultar enojosas para más de uno. En este caso la hoja de reclamaciones debe dirigirse al castillo de Windsor. Porque estas lucubraciones y más aún las que van a seguir, fueron surgiendo como consecuencia de la ascendente irritación que se fue apoderando de mi cabeza, últimamente para pocos trotes, al ritmo de los telediarios que abrían o cerraban con las noticias del pasado -entonces inminente- bodorrio principesco. Este tipo de acontecimiento peluquero no tiene por que ser forzosamente indiferente. Siempre cabe extraer sabroso jugo etnológico de su contemplación. Pero en este caso la pereza y la indiferencia fueron más fuertes. No vi el connubio en la caja tonta pero, tras el agobio de los comentarios previos, hubo que soportar los posteriores y me volvieron a cabrear los desproporcionados minutos consagrados a la cosa en los canales públicos de la República Francesa. Particularmente el hecho de que una emisión diaria de debate, de muy digno nivel habitual, le dedicara uno de sus espacios.



Escudo de Felipe VI como caballero de
 la Orden de la Jarretera

 
De modo que, al final, burla burlando, no tuve más remedio que tragarme, a toro pasado, varios retazos del galáctico himeneo. Mi primera impresión fue de necedad absoluta. Que pronto se tornó en sentimiento del absurdo cuando me di cuenta de que no había gesto, mirada o pestañeo mínimos de la novia estelar o de cualquier otro protagonista que no estuvieran pensados para ingesta de las cámaras. La sensación de un irreal teatro de marionetas se hizo total. Decenas de millones de papanatas habían esperado un espectáculo que los apartara de su letargo habitual y lo que vieron era exactamente aquello con que habían soñado. Es decir que, al final de la comedia, cualquier posible realidad se había tornado ficción estandarizada. Pura rutina ficticia eran inicialmente los protagonistas del espectáculo, y en puros productos de su propia ficción se habían convertido los rutinarios espectadores. Como anticipara MacLuhan, no había mensaje fuera del medio. Detrás y delante del espejo, toda humanidad se había ausentado de la representación.

Parece que los “especialistas” de esta clase de eventos consideraron que dichas nupcias iban a señalar un hito en el estilo de las bodas de realengo. Es verdad. El hito más importante del celebrado enlace fue su dimensión de primera boda “post real”. Entendido el adjetivo en su referencia tanto a la realeza como a la realidad. El supuesto y cacareado estilo “rompedor” del pasado sarao no fue síntoma de reverdecimiento sino de agonía. Agonía de la realeza y agonía de la realidad. Fue aquella boda un espectáculo enteramente virtual. Es decir irreal, es decir absurdo.


 La reina Victoria

 
Los currinches dedicados echaron mano de sus inagotables existencias de material casposo. No nos ahorraron nada. Ni lo del “cuento de hadas” ni lo de “los fastos inmemoriales de la monarquía británica”. No será la primera vez que aludo al libro esencial de Eric Hobsbawm y Terence Ranger,  “La invención de la tradición” . Allí encontraréis un capítulo titulado: “Orígenes, tradiciones y ceremonias de la monarquía británica”. Los autores muestran de modo harto fehaciente que en este caso como en tantos otros, las supuestas “tradiciones inmemoriales” suelen ser asombrosamente recientes. «La mayoría de las pompas reales organizadas en Inglaterra a lo largo de las tres cuartas partes del siglo XIX –dicen los autores– oscilaron entre la farsa y el fiasco».

En 1817, en el funeral de la princesa Carlota, hija del príncipe regente, los enterradores estaban borrachos. En 1820, en “The Black Book” y aludiendo sin duda a la coronación de Jorge IV, se podía leer: «El aparato y el espectáculo […] todo aquello se vuelve ridículo ante la mirada de los hombres instruidos». Las carrozas reales, que hoy nos parecen “románticas” o “exóticas” sólo parecían caducas y sus dorados estomagaban a los estetas. Durante los funerales, «largos y fastidiosos», de Guillermo IV, tío paterno y predecesor de la reina Victoria, en 1837, «las personas presentes deambulaban, reían, charlaban y se mofaban en las inmediaciones del féretro». Del acto de la coronación de la propia Victoria dijo el historiador Roy Strong que «la ceremonia de 1838 fue la última de las coronaciones desastrosas». Transcurrió entre la incoherencia y la confusión, entreverada de incidentes cómicos y acompañada por una música nefasta. El excelso hombre de estado y también buen novelista Benjamin Disraeli (1804-1881) dijo que los participantes actuaron sin orden ni concierto y que clamaba al cielo la falta de ensayo. Eso sí, el auge de los ferrocarriles trajo mucha gente a Londres, pero bien pocos de ellos pudieron presenciar el acto.
 

 Los objetos del nuevo ritual tradicional

 
De modo que tras el desastroso evento, se imponía la evidente necesidad del invento. Los más de 63 años del reinado de Victoria dejaron tiempo de sobra a un grupo de historiadores próximos a la corona para poner a punto el nuevo protocolo de la coronación, descartando algunas tradiciones antiguas -como la del “campeón del rey, o de  la reina”, un caballero vestido con armadura que desafiaba a quien cuestionara la legitimidad del entronizado/a- modificando otras e inventando las que hicieran falta, según un proceso, dicho sea de paso, que era exactamente el mismo sobre cuyas bases construyeron su historia la mayoría de los nacionalismos del siglo XIX. Así intentamos mostrarlo, con mejor voluntad que acierto, en una serie de trabajos interrumpidos por razones de fuerza mayor. También aquellos doctos gentlemen codificaron rigurosamente el transcurso del ritual, el listado y función simbólica de los objetos utilizados, así como el orden y la precedencia de las personalidades presentes. De modo que la novísima pompa “inmemorial” de la coronación pudo estrenarse con motivo de la subida al trono de Eduardo VII (1841-1910), en 1902. Luego, el ritual no dejó de pulirse, completarse y adaptarse hasta nuestros días.

Otro de los tópicos asociados a la monarquía británica es el de su “connaturalidad” con el supuesto “modo de ser” de la nación. Recordemos que los ingleses le cortaron la cabeza a su rey –la de Carlos I, en 1649– 144 años antes que los franceses. En realidad, la moderna y artificial puesta a punto del “inmemorial” boato británico se proponía, entre otras cosas levantar el prestigio de una monarquía en horas bajas. Horas bajas explicables por el acelerado tránsito del Reino Unido desde una sociedad rural y aristocrática a una sociedad urbana y burguesa, también la más industrializada de Europa.  La base social, caracterizada por la presencia de un inmenso proletariado analfabeto, alcoholizado y desheredado, era mayoritariamente indiferente, cuando no hostil, tanto al prestigio de la realeza como al de la vigente construcción del imperio colonial. Durante su largo reinado, Victoria fue víctima de 7 tentativas de asesinato. En cuanto a la prensa se mostraba generalmente reservada y más bien desafecta frente a la institución. Por no hablar del puritanismo de la Iglesia Anglicana que recelaba de las ceremonias demasiado musicales y ostentosas.
 

 Marianne por Rodin. 1876

 
A partir de 1870, Francia procede por su parte a la construcción de su Tercera República. También ella se dedica a inventar las tradiciones y símbolos “seculares” que servirán para fortalecer el nuevo régimen. Todos los símbolos iconográficos republicanos hoy considerados como fundamentales nacen en esa época, empezando por el personaje y las representaciones estatuarias de “Marianne”, símbolo femenino de la República, entre diosa madre mediterránea, Virgen María laica, robusta Afrodita helénica y reina ciudadana. La Fiesta Nacional del 14 de julio se instaura en 1880 y el “tradicional” desfile militar sobre los Campos Elíseos sólo recorre regularmente la famosa avenida... desde 1980. Anteriormente su ubicación solía cambiar con frecuencia según capricho del presidente de la República de turno.

No nos quepa la más mínima duda, la reinvención, codificación y fijación de los “inmemoriales fastos de la monarquía británica”, a partir de finales del siglo XIX,  coincidió con la creación de la simbología republicana francesa. Mucho tuvo que ver con una voluntad consciente de contrarrestar aquella posible influencia ideológica en un momento en que iba calando efectivamente entre las masas obreras e incluso entre los miembros de las “Trade Unions”. Durante aquellos años se puso en marcha el nuevo papel de la institución monárquica consistente en presentarse como «un foco de estabilidad en una época de grandes trastornos». Así mismo, fue la relativa indiferencia de buena parte de los británicos frente a la aventura imperial la que llevó el gran Disraeli a persuadir a la reina Victoria de ostentar el título de “Emperatriz de las Indias”.

 

 Jubileo de diamante de la reina Victoria. 1897

 
Toda la actual parafernalia real se gestó, pues, durante el último cuarto del siglo XIX y empezó a funcionar con el cambio de siglo. En 1897 se celebró el jubileo de diamante de la reina Victoria con motivo de sus sesenta años de reinado. El ministro de colonias, Joseph Chamberlain, padre de Neville, el de los Acuerdos de Munich en 1938, sugirió combinar el jubileo de la vieja soberana con un gran festival del Imperio Británico y aquello proporcionó la ocasión para estrenar la primera muestra “new look” de aquellas apariencias aparatosas. Quien lo desee podrá encontrar en You Tube primarias y borrosas filmaciones de aquel evento por British Pathé, con el protagonismo de los ahora consagrados landós reales, entonces casi de estreno, y el novedoso -hoy clásico- séquito de las grandes ocasiones. Victoria murió en 1901 y la coronación de su hijo Edward VII, al año siguiente, significaba a su vez, como ya adelantamos, el estreno del nuevo ceremonial. 

Las balbuceantes tomas iniciales de British Pathé en 1897 nos dan por fin la clave de la cuestión: para que haya espectáculo tiene que haber espectadores. Dicho de otro modo, sólo hay ostentosas ceremonias reales desde que existe un público susceptible de contemplarlas. Es decir que nacieron con el cine, sólo capaz de trasladar las imágenes hasta públicos numerosos y distantes. Así de sencillo.

En las semanas anteriores al estallido de la Primera Guerra Mundial, el Reino Unido movió pies y manos para mantenerse al margen de un conflicto que, cualquiera que fuese el vencedor, dejaría a Francia y Alemania desbaratadas y exhaustas. Ya se imaginaba sin competencia, entonando definitivamente el “Rule Britannia”. No pudo ser y el país salió, él también, arruinado y muy debilitado de la catástrofe. Las clases populares urbanas tenían la clave de la hegemonía electoral. Dos componentes contribuirán a la reconstrucción de la cohesión nacional, el papel de la recién creada BBC y las ceremonias reales, retransmitidas en todas las salas de cine. Su cometido consiste en difundir la imagen de una monarquía políticamente neutra y personalmente admirable, gracias al esplendor del ceremonial, antes ridículo, ahora nostálgicamente anacrónico y al mismo tiempo edificante y mesurado. Aquella época culminó con el impacto mundial, gracias a la novedad del medio televisivo, de la coronación de Isabel II el 2 de junio de 1953. Todo lo que vino después solo fue señalando el paso progresivo de la realidad hacia la ficción. En el Reino Unido la monarquía se convirtió en un paliativo confortable a la pérdida del estatuto de potencia mundial. Lo que confirma Hobsbawm cuando considera que existe una tendencia nacional británica en «exaltar la monarquía en el momento en que el prestigio nacional declina».
 

 Jubileo de diamante de la reina Isabel II. 2012

 
Para la inmensa mayoría, lo que define las monarquías es el carácter dinástico. Este es en realidad su punto flaco, simbólicamente sugestivo, racionalmente insostenible. En realidad las monarquías iniciales, algunas hasta hace muy pocos siglos, fueron electivas. Así el Santo Imperio Romano Germánico hasta Carlos V y los Habsburgo, con sus siete “Grandes Electores”, así las coronas de Polonia, de Hungría, de Sajonia, de Bohemia. Monarquías electivas, no precisamente democráticas. La elección era entre Pares, Grandes, Magnates, unas élites aristocráticas impepinablemente dispuestas a arruinar el país a sangre y fuego cuando sus ambiciones quedaban frustradas. De allí la opción dinástica como mal menor. La percepción dinástica solo puede ser sagrada, intocable e incuestionable. Fue así en Europa durante no más de 5 o 6 siglos. La decapitación de Luis XVI acabó con el tabú de la sacralidad dinástica no solamente en el inconsciente colectivo de Francia sino en el de toda Europa. No es el momento de meternos en cuestión tan compleja. Digamos que no hay monarquía alguna hoy en Europa que sea otra cosa que una opción. Particular y definitivamente frágiles son las monarquías que padecieron interrupciones históricas para dejar sitio a otro tipo de regímenes. Las roturas en el sentimiento de continuidad histórica anticipan siempre un desenlace letal.

De alguna manera, todas las monarquías actuales han vuelto a ser, finalmente, electivas. Esta vez en el sentido del sufragio universal. La llamada “Francia insumisa”, más o menos la versión local de “Podemos”, tacha al actual régimen presidencial de “monarquía republicana”. Siendo en este caso “monarquía” el término problemático. En Francia, en el año 2000,  el tradicional septenio presidencial quedó reducido a quinquenio. Mitterrand tuvo la suerte de poder gobernar durante 14 años. Ningún proyecto político puede cumplirse sin tiempo para desarrollarlo y no es la menor paradoja del  trágico siglo XX  la de comprobar que los únicos que pudieron beneficiarse de la “duración” bergsoniana fueron los dictadores y los totalitarismos. De la aparente serenidad de las monarquías bátava y escandinavas, no sé lo suficiente para enjuiciarlas. De la monarquía española poco cabe dudar de que también se trata de una “monarquía republicana”, pendiente del hilo de la opinión. Siendo en este caso, a la inversa del caso francés, “republicana” el término problemático. En cuanto al misterio de la monarquía británica, será siempre -no hemos dicho eternamente- su capacidad de supervivencia entre lo imprescindible y lo irrisorio.
 

Decapitación de Luis XVI