El Pepe y el barrio de Las Huelgas
Jean Palette-Cazajus
Ni tiempo ni economía para acercarme hasta Madrid. Decido pasar el puente en Burgos, aquerenciado en casa de la entrañable Isabel. Ayer, como tantas veces, quedamos en el “Bar Huelgas”, familiarmente conocido como “el Pepe”, de toda la vida arraigado en la hermosa curva de casitas bajas que abrazan la fachada del monasterio, cálidas como la palma de una mano protectora. Entrañable y frágil, la pequeña barriada se ha librado de la depredación del urbanismo de rapiña, tan consuetudinario en la rancia Caput Castellae. Alrededor, babea, muestra el acerado colmillo y se acerca inexorablemente la arquitectura anómica y devoradora de espacio, pensada para los vehículos de la nueva clase media de “profesionales”. “4x4” entre semana, bici familiar los domingos.
La torre
Ellos no suelen ir al “Pepe”. Les han instalado un local “de diseño” reflectante, estridente y ácido. El “Pepe” tiene una rusticidad pacata y chapada en madera, sin duda banal, sin duda cálida. Adornan la barra arquillos ciegos góticamente trilobulados. Siempre me parecieron horterillas; ayer su ingenuo homenaje a la aledaña joya cisterciense me resultó de pronto emocionante. En el “Pepe” todo es correcto, el vino, las tapas, la comida. Nada excepcional, afortunadamente. Lo excepcional no dura, altera y distorsiona. El “Pepe” dura, a duras penas, como el barrio, con civilidad, con civilización.
Me divierte pensar que en la fundación de Las Huelgas gravitan las biografías de 3 mujeres que de alguna manera se entrelazan con la mía. La gran Alienor d’Aquitaine (1122-1204), madre de Leonor de Plantagenet (1161-1214), casada con Alfonso VIII de Castilla, fundador del Real Cenobio. A su vez hija de Leonor, fue Blanca de Castilla (1188-1252), que nos pintaban en el cole como un dechado de femeniles virtudes a más de alumbrar al Rey Luis IX de Francia, más conocido como San Luis.
Cisterciense cubista
La materialidad ontológicamente castellana del monumento, la densidad personalista de la dura piedra color del campo, quedan trascendidas por lo que siempre he vivido como una asombrosa calidad volumétrica. La torre es recia, sobria, perfecta como una evidencia. A su alrededor se escalona y triangula una geometría cisterciense revisitada, creyéramos, por el cubismo pictórico. Ni la tristeza plomiza del día logra alterar la perentoria rotundidad de las formas.
Los trilóbulos del Pepe
Y esto es todo. Sin duda bien poca cosa. Aquellos momentos siempre excepcionales, chatamente vividos como anodinos, en que el bienestar de la convivencia se conjuga con la presencia hermosa de la urbe acogedora y de la Historia tutelar, no creo que tengan vocación a ser eternos. Oigo decir que el Cristianismo actual tiende a evacuar la idea del Infierno. Harto lego en el tema, me atrevería a insinuar que no hay paraíso concebible sin su infierno antagónico. Leo en la prensa de ayer un espeluznante artículo sobre la violencia desaforada que azota tantas metrópolis de Latinoamérica. Allí, dice el periodista, “la vida tranquila sólo existe dentro de la burbuja. El lobo anda por las calles. Cualquiera puede ser la próxima víctima. Da igual ir en un buen coche o por una calle respetable. La violencia puede llamar a su ventana. Un culatazo, dos ojos enrojecidos y usted tendrá que decidir.”
Hoy venía la noticia: Un niño de 11 años gana un concurso científico en México con una mochila escolar antibalas.
Burgos, madrugada del 06