viernes, 16 de diciembre de 2016

El vestido de la Reina


Hughes
Abc

Lo mejor de los Cavia -copas en el viejo patio aparte- fue el vestido de la reina. Sobre la venerable institución periodística, sus ritos, su no poca nostalgia, y las advertencias contra toda forma de populismo (hay en esto auténticos profesionales, tíos y tías instalados en el antipopulismo profesional), se elevó ese vestido memorable que Letizia llevó como una reina nadadora. Un vestido daft punk (gracias, David).

El pelo hacia atrás, “wet look”, creo que lo llaman, daba la sensación de que salía del agua. Que salía de otro elemento, al menos, con un neopreno electrizado. Los ojos ¿fumé? Deseé intensamente que alguien, con pronto genio zarzuelero, compusiera un equivalente al dónde vas con vestido chiné, dónde vas con los ojos fumée… La reina, con esos ojos, ya miraba de otra forma.

Entró futurista, física, exacta, con unas líneas verticales que parecían estilizados neones de otros sitio fundidos como por una velocidad intacta. Era un vestido de vorágine. Había algo de ciudad llovida. No necesariamente Madrid. Por fortuna, no del todo española. Era algo concentrado y brillante. Una instantánea de lo que en algún lugar del mundo quizás estaba pasando. De fondo quedaba la biblioteca, los retratos, las maderas, las palabras más o menos tiernas y tecno-institucionales de los discursos (mis preferidas, las del fotógrafo sevillano Serrano, con su párpado izquierdo rendido literalmente al “humanismo cristiano y la lealtad a la corona”, párpado izquierdo de fotógrafía-monóculo).

Los Cavia tienen algo de intrínseco masoquismo. Una especie de esqueje institucional para el reconocimiento del otro, como una forma anual y ritual de periodismo conciliatorio. El caso es que allí se plantó Doña Letizia con un vestido rompedor, con otros colores y otras formas. Algo de membrana distinta. Otra piel. Algo transgresor. Agradezco, personalmente, la elección de ese vestido y la manera que tuvo la reina de llevarlo. Fue algo intrépido y renovador, o a mí, cateto e impresionable, me lo pareció. Me sacó de mi melancolía de alternador de vino blanco, vino tinto, vino blanco… En el cateto hay siempre un admirador.

La reina estilizaba la figura femenina, y su estilización tenía dentro alguna tensión. Proyectaba una tensión, un reto a los demás: un ahí queda eso. La transformación y ese sentido del límite a mí, desde luego, me decían mucho más que las palabras. El que tuviera ganas pudo haber sentido una íntima llamada a la innovación. Quizás era toda la expresión que un símbolo (la parte consorte y femenina del símbolo) se podía permitir. Pero lo hizo. Corona y Moda es un gran asunto. Lo que ayer podía hacer la reina por nosotros, lo hizo. Su aportación contra el aburrimiento y su actualización de silueta, tejido y gesto. Había algo sexy, correcto y magnético en ese vestido vivo. Y celebro, como circunstancial asistente, que la reina aportara imaginación. Como una invitación o un reto a las palabras.

Ojalá (y no es una broma fácil) ese vestido-esa noche se institucionalizara también.