Ignacio Ruiz Quintano
Abc
Cada 14 de julio nos acordamos de que los franceses, en la política como en la moda, se pasan la vida haciendo revoluciones para volver al antiguo régimen.
Aunque ahí estaba ya la crítica de Platón a las mentiras en Homero, la industria europea (excluida Inglaterra) de la mentira en serie nació en París tal día como hoy de 1789, con los sucesos de la Bastilla.
En su soberbia disección de la Revolución Francesa, Trevijano concluye que la toma de la Bastilla es el ejemplo más notable del tipo bastardo de mito moderno. La Bastilla capitula a las 17,30 horas. El gobernador de la prisión y el preboste de París son degollados y sus cabezas, ensartadas en picas, paseadas por la ciudad. La Rochefoucauld despierta en Versalles a Luis XVI. “¿Es una revuelta?” “No, Sire, es una revolución”.
–No sé que se haya visto jamás, salvo en los esclavos, llevar el pueblo las cabezas en lanzas, beber su sangre, arrancar el corazón y comerlo…–describe un espantado… ¡Saint-Just!–. Yo lo he visto en París.
El pánico del rey y de los líderes de la Asamblea hizo el resto, y con un “Te Deum” conjunto en Nôtre Dame quedó consagrado el mito de la Bastilla que institucionalizaba una Revolución presidida por el rey (ejecutivo y judicial) con el apoyo de la Asamblea (legislativo), cuyo legado sería, tras del Terror, la frivolidad del Directorio y el militarismo de “le Petit Caporal”.
Después, la gran mentira del secuestro que era huida con final en Varennes (sólo quienes se opusieron a la mentira, Robert, Condorcet, Paine y los Cordeliers, votarían contra la muerte de Luis XVI, proponiendo su destierro a la Florida).
Hasta llegar a las grandes mentiras contemporáneas: nadie fue comunista en Rusia, nadie fue fascista en Italia, nadie fue nazi en Alemania, nadie fue franquista en España y todo el mundo fue resistente en Francia.
Y porque renunciamos a lo imprescindible para poder consensuar lo superfluo vemos hoy el Tour y nos llamamos socialdemócratas.