Jorge Bustos. Una noche en la ópera (CLT)
Jorge Bustos
Tuvieron la gentileza de cumplirme el viejo deseo de encarar el arte
total, de ir a la ópera por vez primera con los más prestigiosos
prejuicios en estado de alerta y posible revisión. El privilegio de
asistir en el Teatro Real al estreno de Boris Godunov ya me recompensaba largamente; no era necesario que me sentaran además en el palco contiguo al de la Reina Sofía y el ministro Wert.
Fue una de esas escasas ocasiones en que uno se propone adquirir al fin
un traje decente. Aunque reconocí a políticos melómanos como Ignacio Astarloa por el PP y Antonio Camacho por
el PSOE, no me pareció que el copetudo público con el que me mezclé
pudiera adscribirse mayoritariamente a gremio tan degenerado como la
política democrática. Por allí pululaba, con las salvedades horteras del
nuevo rico inevitable y del guiri potentado, el genuino poder fáctico
del país, la auténtica clase dirigente que siempre es anónima, según el
viejo chascarrillo:
—Yo lo que quiero es mandar.
—¿Quieres ser ministro?
—No, hombre, no, qué ordinariez. Yo quiero ser el que pone a los ministros.
Pues eso. Con entradas a 324 euros, la selección social está
garantizada. Y sin embargo, nuestra suntuosa concurrencia que levantaba
diríamos un sedoso frufrú al caminar pronto sería confrontada sobre la
escena con un drama histórico de pulsión revolucionaria y demofilia
violenta, como compete a las mejores creaciones del genio ruso y a las
peores coyunturas de la jodida crisis.
—Cantarán más afinados después de la revolución —espeta sarcástico Viktor Komarovsky, el mundano arribista de Doctor Zhivago,
a mitad de banquete en el casino moscovita donde valsea la alta
sociedad rusa mientras sobre la nieve se manifiesta el pueblo andrajoso
clamando pan. Y vaya si afinaron, en 1917.
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