En la muerte del demiurgo de las maquinitas de masas oye uno muchas bobadas dichas con toda la buena intención que empiedra los cementerios, como que Rajoy y Rubalcaba deberían aprender de Jobs, que este sí que sabía escuchar, hacer y explicar que te rilas. No, hombre, no. Steve Jobs seguramente servía para el turbio como irremediable navajeo de la política tanto como Rubalcaba para diseñar teléfonos sin la intención de pincharlos. A uno le caía bien Jobs porque su éxito de cuna garajera desafiaba al purismo academicista que viene suplantando el talento por el título, a mayor gloria económica de pedagogos y animadores docentes –término que debe sustituir, por fascista, la antigua voz “profesor”–, y también nos caía bien por pronunciar en Stanford verdad tan escandalosa como que la muerte es el mejor invento de la vida, cosa que ya sabía el griego Anacreonte...
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