LAS BICICLETAS
Ernesto Giménez Caballero
Las bicicletas no han tenido éxito en España. No podían tenerlo. La bicicleta ha sido, en nuestro ambiente, un vehículo curioso, ensayable; pero, al fin, vencido y relegado a uso de puro deporte. No podía ser de otra manera.
En cambio, en estos países centro y perieuropeos, la bicicleta ha constituido el vehículo natural, el imprescindible, el más característico y, si pudiera decirse así, el vehículo vital por excelencia.
No. No es el “auto”, ni la “moto”, ni el tractor, ni el avión, ni el tranvía, el coche que mejor representa el genio de Europa. Es la bicicleta. Nosotros teníamos que desecharla algo, porque tenemos algo que no es europeo, sino de orientales.
Por el desierto pasa el aeroplano, pasa la camioneta, pasará el ferrocarril. Pero no la bicicleta.
Por las calles chinas o morunas pasará la “moto”, pasará el Ford quizá. Pero no la bicicleta.
La bicicleta necesita todo un paisaje par sí y todo un temperamento para el ciclista. Yo no sé por qué me causaba mala impresión o ganas de reír el ver, a veces, un moro por una calle tetuaní pedaleando sobre un caballo de acero, recogida la chilaba, enseñando las pantorrillas, sosteniendo inverosímilmente las babuchas al rodar los pedales.
A pesar de que el genio europeo se caracteriza por la universalidad de sus creaciones, la bicicleta no podrá nunca universalizarse verdaderamente. ¡Exige tantas cosas tan difíciles para nuestro mundo!
Exige, ante todo, la excelencia de una ruta. Es decir: todo un paisaje culto. ¡Carreteras de Castilla, veredas y trochas africanas, calzadas orientales! Asnillos, reatas de mulas, jamelgos. Carros, carretas y carromatos. El sol brillando meses en un cielo azul blanquecino. Y la tierra seca, seca, desmochada, gris, resquebrajada en relejes y baches infinitos. ¡Imposible bicicleta! ¡Clavileño absurdo!
¡Calles andaluzas o tangerianas, o calles de Bagdad, estrechas, tortuosas y pinas, cuyo pavimento es el guijarro agudo y afilado, como diente famélico hincado en encía polvorienta. Por él pasa el piconero, el vendedor de flores, el quincallero, con sus burrillos, lentamente, como en sueños, que interrumpe un pregón ardoroso, súbito y cadencioso.
En la mayoría de las ciudades españolas -como casi ha ocurrido a Madrid-, ciudades sobre oteros medievales, habrá que pasar del asno semita y arqueológico al Metropolitano sin el estadio de la bicicleta, que es el intermedio entre el esfuerzo individual y el mecánico.
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Ernesto Giménez Caballero
Las bicicletas no han tenido éxito en España. No podían tenerlo. La bicicleta ha sido, en nuestro ambiente, un vehículo curioso, ensayable; pero, al fin, vencido y relegado a uso de puro deporte. No podía ser de otra manera.
En cambio, en estos países centro y perieuropeos, la bicicleta ha constituido el vehículo natural, el imprescindible, el más característico y, si pudiera decirse así, el vehículo vital por excelencia.
No. No es el “auto”, ni la “moto”, ni el tractor, ni el avión, ni el tranvía, el coche que mejor representa el genio de Europa. Es la bicicleta. Nosotros teníamos que desecharla algo, porque tenemos algo que no es europeo, sino de orientales.
Por el desierto pasa el aeroplano, pasa la camioneta, pasará el ferrocarril. Pero no la bicicleta.
Por las calles chinas o morunas pasará la “moto”, pasará el Ford quizá. Pero no la bicicleta.
La bicicleta necesita todo un paisaje par sí y todo un temperamento para el ciclista. Yo no sé por qué me causaba mala impresión o ganas de reír el ver, a veces, un moro por una calle tetuaní pedaleando sobre un caballo de acero, recogida la chilaba, enseñando las pantorrillas, sosteniendo inverosímilmente las babuchas al rodar los pedales.
A pesar de que el genio europeo se caracteriza por la universalidad de sus creaciones, la bicicleta no podrá nunca universalizarse verdaderamente. ¡Exige tantas cosas tan difíciles para nuestro mundo!
Exige, ante todo, la excelencia de una ruta. Es decir: todo un paisaje culto. ¡Carreteras de Castilla, veredas y trochas africanas, calzadas orientales! Asnillos, reatas de mulas, jamelgos. Carros, carretas y carromatos. El sol brillando meses en un cielo azul blanquecino. Y la tierra seca, seca, desmochada, gris, resquebrajada en relejes y baches infinitos. ¡Imposible bicicleta! ¡Clavileño absurdo!
¡Calles andaluzas o tangerianas, o calles de Bagdad, estrechas, tortuosas y pinas, cuyo pavimento es el guijarro agudo y afilado, como diente famélico hincado en encía polvorienta. Por él pasa el piconero, el vendedor de flores, el quincallero, con sus burrillos, lentamente, como en sueños, que interrumpe un pregón ardoroso, súbito y cadencioso.
En la mayoría de las ciudades españolas -como casi ha ocurrido a Madrid-, ciudades sobre oteros medievales, habrá que pasar del asno semita y arqueológico al Metropolitano sin el estadio de la bicicleta, que es el intermedio entre el esfuerzo individual y el mecánico.
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