José Ramón Márquez
Y tras un día de espejismo, hoy volvemos a la realidad. A la turbia realidad, no nos engañemos, de lo que el ‘mainstream’ quiere que sean los toros, la leche descafeinada, el yogur desnatado, el cigarrillo sin nicotina, la cerveza sin alcohol, los toros sin toros. Hoy, como para remarcar un hado funesto, los seis bóvidos que salieron de chiqueros llevaban como divisa un crespón negro, el mismo crespón que luce el púlpito televisivo desde el que Molés y su adláter de guardia (¿es Emilio Muñoz o es el hijo de Victorino?) adoctrinan a las masas; un crespón negro por la fiesta.
Después del aluvión de casta de ayer, ver a estas basuras con la lengua fuera, con esos trompicones al salir del caballo, con ese simulacro de la suerte de varas, era una macabra pantomima, porque si lo de Escolar fueron toros, lo de juampedro, claramente, no lo eran.
Porque resulta que hoy volvió a salir por los chiqueros la divisa roja y blanca, roja y blanca como la de Escolar, que es la divisa de Veragua, que ya estuvo en la corrida de inauguración de esta plaza de Las Ventas, y el hierro de la V, de los toros que fueron del rey Fernando VII y del gran ganadero decimonónico don Vicente José Vázquez, creador de una estirpe.
Ayer hablábamos de la casta y del trapío y hoy llegaron las moderneces del toro tonto, bobo y colaboracionista, del toro que no es toro ni quiere serlo, porque unas veces parece una cucaracha y otras un lumiago; hoy toca hablar del toro artista, término acuñado por su creador, toro que abomina de cualquier rasgo de fiereza, de dificultad o de raza, que se deja hacer todo sin rechistar, que no echa ni una mirada a nada que no sea la muleta; hablamos del toro creado para satisfacer las características demandadas por el consumidor contemporáneo de un subproducto decadente de la tauromaquia al que han dado en denominar toreo y que consiste en hacer ir y venir a un pobre bicho de acá para allá, sin causa ni motivo que lo justifique, salvo el achulamiento con que un tío vestido de luces se pone frente a él a hacer posturas, que es en lo que quieren convertir el toreo, y a esa misión se aplican con el inexplicable auxilio de la prensa, de la radio y de la televisión.
Hoy viernes la plaza era un bullir de gremios. Los tendidos habían sido abandonados en masa por los abonados y las entradas regaladas al primero que pasaba, al portero de finca urbana, al frutero de la esquina, al repartidor de MRW, al Prosegur de la oficina, a un compañero de trabajo que aún no es antitaurino; público variopinto y soberano con todo el derecho a sacar su pañuelo cuando le dé la gana y a aplaudir al pobre tonto de Festivo, número 103, cuando lo arrastraron ¿Quién les puede negar ese derecho?
Y luego, los toreros. El primero el pobre Uceda, con dieciséis años de alternativa a cuestas, que se dice pronto, y del que no recordamos ni un solo pase. Hoy estuvo más o menos como siempre en su primero, y en su segundo, lo mismo, pero con el toro moviéndose para excitar el placer de la masa, que no repara en la esencial diferencia que hay entre torear y dar pases. Su faena de triunfo se compuso en base a prima, seconda y terza puntata con la mano derecha rematada cada una de ellas con el imprescindible obligado por alto, luego un intrermezzo con la izquierda de pésima colocación y peor resolución de los muletazos, y una quarta puntata de triunfante vuelta a la derecha con algún redondo de gran longitud. Los ¡Bieeeen! subrayaron los momentos más sublimes de la actuación y la estocada de zambullón algo traserilla puso la plaza como un cazo de leche hirviendo tras caer el torillo, aunque dos minutos y treinta segundos más tarde ni uno solo de los que con tal ímpetu reclamaban la aurícula del tonto de Festivo, era capaz de recordar ni un solo detalle de la prescindible faenita que le habían enjaretado.
Juan Bautista es otro torero que pasa por nuestras vidas como un fantasma; le hemos visto tantas veces y no recordamos nada de él, ni siquiera de lo que esta misma tarde pasó, si es que pasó algo. Usó idénticos mimbres que Uceda, pero, por lo que fuese, al voluble público no le satisfizo lo que el francés mostró, acaso porque su segundo toro, Jergoso, número 94, mostró un poco más de chispa en su bobalicona embestida, y la tomaron con él y hasta le silbaron.
En cuanto a Morenito de Aranda, me reafirmo exactamente en lo que escribí de él el domingo de Resurrección: “Lo de Morenito de Aranda es de pura estupefacción. Lo que hoy se ha mostrado es impropio de anunciarse en Las Ventas en una corrida diurna. Creo que tiene una en la feria; ojalá aproveche el tiempo hasta esa corrida para pensar mucho y muy seriamente sobre él mismo y sus fines, aunque visto lo visto hoy, ya podían haber dado esa corridita de Juan Pedro (qepd), que es la que vendrá a matar el arandino, a Luis de Pauloba, pongo por caso”.
La suerte de varas fue una perfecta continuación del desorden y desinterés de la del día anterior, sólo que sin motivo, porque estos benditos no metían miedo y eso se notaba en lo anchos y repantigados que esperaban los picadores el topetazo de los toretes contra el oprobioso peto. Entre los de las cuadrillas, Manuel Molina tomó el olivo con agilidad propia de saltador de altura en su primer par y corrió con clase de plusmarquista en su segundo, y Antoñares clavó dos buenos pares. La cara y la cruz en la misma cuadrilla.