Jorge Bustos
No me sorprende que las previsiones del pulpo Paul sobre el futuro de España hayan resultado más atinadas que las de Elena Salgado. Pero no imaginaba que el capitán del Barça podía hacerme tan feliz. “Bustos, ¿y dónde estabas tú cuando la semifinal contra Alemania?” Pues yo estaba en Pamplona, cabreado porque a media hora del pitido inicial no se veía a un solo compatriota lo bastante orgulloso de serlo como para manifestarlo cromáticamente vía bandera, pulserita, colorete, melena afro o bufanda de Manolo, musa nacional junto con la novia de Casillas. (“¡Sara Carbonero, te quiere el mundo entero!”, canturreábamos ayer noche los españoles de bien). Sí topé con varios guiris por San Nicolás enfundados en la camiseta de Torres, cuya ausencia del once titular se reveló tan benéfica como algunos maliciábamos que sería, sin que lleguemos al nivel del pulpo Paul. Me calmé al llegar a la Plaza del Castillo, donde la cadena que usufructúa lo de “la Roja” había plantificado una pantalla del tamaño de un gotelé mediano de Barceló. Los aficionados, conscientes de la incorrección que supone proclamar en Sanfermines tautologías del estilo “yo soy español, español, español”, dieron rienda suelta a su provocador patriotismo, y los vítores progermánicos del perroflautismo abertzale quedaron reducidos a un papel testimonial, más o menos como la inteligencia en el gabinete de Zapatero. Sólo se crecieron cuando una peña especialmente oligofrénica ondeó una enorme bandera alemana con ribetes negros por delante de la pantalla, obstaculizando la visión a toda la plaza. Ni sacar la cámara pude, porque en cinco segundos les cayó tal lluvia de botes e improperios que dudo de que la bandera sirva ya siquiera de mopa municipal.
La densidad humana en la plaza evocaba al metro de Tokio, la plaza de Tiananmen o algo así. Sólo faltaba que abrieran la espita del zyklon B. Cada uno sudaba lo suyo y lo de su vecino, y los empujones llegaban de flancos tan distintos que no estoy seguro de no haber ligado. Pero como no me gusta mezclar el fútbol con el ocio, en el descanso me fui a un bar. Error. Estaba ocupado por un peña de oteguis maquillados con la enseña de Merkel. Pero esta vez Merkel dio la razón a Zapatero y fracasó. No creo que Ainhoa Arteta pueda dotar a sus arias de la intensidad con que yo ovacioné el cabezazo de Puyol. No compartieron mi efusividad los parroquianos, y uno incluso me quitó la silla en un momento que aproveché para aliviar la vejiga. Me dio bastante igual. Pitó el árbitro y corrí a la plaza a testimoniar la locura de la hinchada. Lo que vi lo atesora la retina, y sólo empañó algo mi felicidad la lejanía de los amigos, aunque abracé a no pocos desconocidos. ¿Dónde se habrían metido los oteguis? Ni uno asomaba ya.
Madrugué para el encierro de los Cebada Gago, y mientras esperaba su acometida en el final de Estafeta, apostado con mi cámara en el vallado, a mis espaldas los trasnochadores entretenían la espera locutando el gol de Puyol y requebrando a la reportera de TVE, efectivamente muy agraciada. Del encierro, fugaz, sólo destaco los cuernos que me paseó en las narices Cabrero al girarse. Pero yo le miraba la cara y sonreía, pensando en Schweinsteiger.
No me sorprende que las previsiones del pulpo Paul sobre el futuro de España hayan resultado más atinadas que las de Elena Salgado. Pero no imaginaba que el capitán del Barça podía hacerme tan feliz. “Bustos, ¿y dónde estabas tú cuando la semifinal contra Alemania?” Pues yo estaba en Pamplona, cabreado porque a media hora del pitido inicial no se veía a un solo compatriota lo bastante orgulloso de serlo como para manifestarlo cromáticamente vía bandera, pulserita, colorete, melena afro o bufanda de Manolo, musa nacional junto con la novia de Casillas. (“¡Sara Carbonero, te quiere el mundo entero!”, canturreábamos ayer noche los españoles de bien). Sí topé con varios guiris por San Nicolás enfundados en la camiseta de Torres, cuya ausencia del once titular se reveló tan benéfica como algunos maliciábamos que sería, sin que lleguemos al nivel del pulpo Paul. Me calmé al llegar a la Plaza del Castillo, donde la cadena que usufructúa lo de “la Roja” había plantificado una pantalla del tamaño de un gotelé mediano de Barceló. Los aficionados, conscientes de la incorrección que supone proclamar en Sanfermines tautologías del estilo “yo soy español, español, español”, dieron rienda suelta a su provocador patriotismo, y los vítores progermánicos del perroflautismo abertzale quedaron reducidos a un papel testimonial, más o menos como la inteligencia en el gabinete de Zapatero. Sólo se crecieron cuando una peña especialmente oligofrénica ondeó una enorme bandera alemana con ribetes negros por delante de la pantalla, obstaculizando la visión a toda la plaza. Ni sacar la cámara pude, porque en cinco segundos les cayó tal lluvia de botes e improperios que dudo de que la bandera sirva ya siquiera de mopa municipal.
La densidad humana en la plaza evocaba al metro de Tokio, la plaza de Tiananmen o algo así. Sólo faltaba que abrieran la espita del zyklon B. Cada uno sudaba lo suyo y lo de su vecino, y los empujones llegaban de flancos tan distintos que no estoy seguro de no haber ligado. Pero como no me gusta mezclar el fútbol con el ocio, en el descanso me fui a un bar. Error. Estaba ocupado por un peña de oteguis maquillados con la enseña de Merkel. Pero esta vez Merkel dio la razón a Zapatero y fracasó. No creo que Ainhoa Arteta pueda dotar a sus arias de la intensidad con que yo ovacioné el cabezazo de Puyol. No compartieron mi efusividad los parroquianos, y uno incluso me quitó la silla en un momento que aproveché para aliviar la vejiga. Me dio bastante igual. Pitó el árbitro y corrí a la plaza a testimoniar la locura de la hinchada. Lo que vi lo atesora la retina, y sólo empañó algo mi felicidad la lejanía de los amigos, aunque abracé a no pocos desconocidos. ¿Dónde se habrían metido los oteguis? Ni uno asomaba ya.
Madrugué para el encierro de los Cebada Gago, y mientras esperaba su acometida en el final de Estafeta, apostado con mi cámara en el vallado, a mis espaldas los trasnochadores entretenían la espera locutando el gol de Puyol y requebrando a la reportera de TVE, efectivamente muy agraciada. Del encierro, fugaz, sólo destaco los cuernos que me paseó en las narices Cabrero al girarse. Pero yo le miraba la cara y sonreía, pensando en Schweinsteiger.