Jorge Sepúlveda
Santander
Santander
Jorge Bustos
A algunos controladores de El Prat se les habría rayado una uña, o quizá incardinado algo de vello en el glúteo, causas probables de una paralizante indisposición que les impidió acudir a su puesto de trabajo, ocasionando así a los viajeros, más que una gravosa demora, una excelente oportunidad de entretener la espera leyendo máximas estoicas de Montaigne o de Epícteto. La mayoría, sin embargo, no se decantó por la contención filosófica sino por el desahogo verbal de tema escatológico y propósito inequívocamente ofensivo. El chiste es muy malo, pero el hecho es que a Blanco lo pusieron verde.
Pero, en fin, habitamos ya la noble villa santanderina, luminosa entre tupidas cordilleras y el Cantábrico espejeante. Del 23 al 2 de agosto dura la Semana Grande, con su Feria de Día abierta hasta medianoche, sus charangas itinerantes y conciertos de postín, sus toros para primeros espadas, sus bocinazos de resaca mundialista, su chavalería bullente y sus veraneantes de una elegancia grata y burguesona. Todo, en Cantabria, evoca estos días la noción de prosperidad. Prosperan hasta los mosquitos montañeses, tan ahítos de sangre que cuando estallan contra nuestro parabrisas convierten la luna casi en la escena de un crimen. No me sorprendería cruzarme un día de éstos con Revilla repartiendo magnánimo anchoas al pueblo agradecido desde una carroza, en plan César Borgia, que herraba a su montura con plata y un solo clavo, de modo que las argénteas herraduras se desprendieran al trote y acendraran la pleitesía de la plebe deslumbrada.
Desde la octava planta de un glorioso hotel que se asoma directamente a la bahía, felicito emocionado al departamento de recursos humanos de esta casa. No cree uno haber estado tan confortablemente alojado ni en el útero materno, oigan. El fin de semana me escapé a Laredo, una de las playas top ten de la Península, ancha como la manga del ex juez Garzón y enmarcada por montes de un verdor nítido. Resulta idónea para los ejercicios paisajísticos de un estudiante de Bellas Artes. Su arena es tan fina y blanca como el cutis de Scarlett Johansson, por ejemplo. Y la rueda de bonito tan fresca que uno tiene miedo de que el atún se queje cuando pincha la carne con el tenedor. Luego está la noche de Laredo, sus callejuelas atestadas de bares atestados a su vez de chavalas atestadas a su vez de sugerencias. Dos notas mentales de nocturna melancolía: a) nos hacemos mayores; y b) la raza española está mejorando más rápido por el lado femenino que por el masculino. Les ahorraré la descripción del atuendo macho dominante. Basta decir que cuando integraban una comitiva de despedida de soltero, su disfraz de rana Gustavo o de bailarina de ballet se hacía más llevadero de mirar que el uniforme chancletista que visten una noche cualquiera. Ya saben, es la ley argentina del embudo: la más linda con el más boludo.
(La Gaceta)
A algunos controladores de El Prat se les habría rayado una uña, o quizá incardinado algo de vello en el glúteo, causas probables de una paralizante indisposición que les impidió acudir a su puesto de trabajo, ocasionando así a los viajeros, más que una gravosa demora, una excelente oportunidad de entretener la espera leyendo máximas estoicas de Montaigne o de Epícteto. La mayoría, sin embargo, no se decantó por la contención filosófica sino por el desahogo verbal de tema escatológico y propósito inequívocamente ofensivo. El chiste es muy malo, pero el hecho es que a Blanco lo pusieron verde.
Pero, en fin, habitamos ya la noble villa santanderina, luminosa entre tupidas cordilleras y el Cantábrico espejeante. Del 23 al 2 de agosto dura la Semana Grande, con su Feria de Día abierta hasta medianoche, sus charangas itinerantes y conciertos de postín, sus toros para primeros espadas, sus bocinazos de resaca mundialista, su chavalería bullente y sus veraneantes de una elegancia grata y burguesona. Todo, en Cantabria, evoca estos días la noción de prosperidad. Prosperan hasta los mosquitos montañeses, tan ahítos de sangre que cuando estallan contra nuestro parabrisas convierten la luna casi en la escena de un crimen. No me sorprendería cruzarme un día de éstos con Revilla repartiendo magnánimo anchoas al pueblo agradecido desde una carroza, en plan César Borgia, que herraba a su montura con plata y un solo clavo, de modo que las argénteas herraduras se desprendieran al trote y acendraran la pleitesía de la plebe deslumbrada.
Desde la octava planta de un glorioso hotel que se asoma directamente a la bahía, felicito emocionado al departamento de recursos humanos de esta casa. No cree uno haber estado tan confortablemente alojado ni en el útero materno, oigan. El fin de semana me escapé a Laredo, una de las playas top ten de la Península, ancha como la manga del ex juez Garzón y enmarcada por montes de un verdor nítido. Resulta idónea para los ejercicios paisajísticos de un estudiante de Bellas Artes. Su arena es tan fina y blanca como el cutis de Scarlett Johansson, por ejemplo. Y la rueda de bonito tan fresca que uno tiene miedo de que el atún se queje cuando pincha la carne con el tenedor. Luego está la noche de Laredo, sus callejuelas atestadas de bares atestados a su vez de chavalas atestadas a su vez de sugerencias. Dos notas mentales de nocturna melancolía: a) nos hacemos mayores; y b) la raza española está mejorando más rápido por el lado femenino que por el masculino. Les ahorraré la descripción del atuendo macho dominante. Basta decir que cuando integraban una comitiva de despedida de soltero, su disfraz de rana Gustavo o de bailarina de ballet se hacía más llevadero de mirar que el uniforme chancletista que visten una noche cualquiera. Ya saben, es la ley argentina del embudo: la más linda con el más boludo.
(La Gaceta)