Uno, que modestamente se ha quemado las pestañas leyendo boquiabierto a Josep Pla, acude a Palafrugell como un imitador de Elvis peregrinaría a Memphis, Tennessee. En este pueblo del Bajo Ampurdán nació uno de los mayores prosistas de todos los tiempos y, desde luego, el mejor escritor de las letras catalanas. La cultura oficial de Estatulandia, sin embargo, se esfuerza por opacar el destello del genio local más evidente que han tenido, con Dalí. ¿Su pecado? Haberse labrado una personalidad, en vez de pastar en el catalanismo gregario y progre que exige la Generalitat para incluirte en el canon.
He leído al maestro tantas descripciones de esta playa de Calella de Palafrugell en la que escribo que ensayar una nueva constituiría, sobre una presuntuosidad, un sacrilegio. Algo así como encargarle la segunda parte de las Meninas a un dibujante de cómic de la Marvel. Aquí distingue uno dos clases de territorio: el mítico y el real. El mítico está habitado por sus adjetivos imbatidos, los que sólo él era capaz de encontrar liando un inspirador cigarrillo. Y así veo a un propio fumándose un puro “autárquico” bajo la claridad de éxtasis de esta mañana “solar”. La Calella real contiene playas cortas, arena gruesa, bañistas de extracción social aliviadoramente burguesa -por su urbanidad- y un pintoresco emparejamiento de bajas casas de pescador, enfrentadas a un horizonte tan claro que nos parece vislumbrar el punto en que la pelota de la Tierra empieza a curvarse... Pla, en cambio, hubiera escrito algo como: “Esta mañana la luz tiene una cualidad cristalina. La chicharra da su nota persistente, hiperbórea. El tiempo es magnífico, netamente estival, de una gravedad decisiva”.
También aquí, mirando adonde yo hoy miro, se cuenta que compuso Serrat su inagotable Mediterráneo, himno que uno suele destrozar con gran entusiasmo junto a los amigos un viernes cualquiera a las cinco de la madrugada. ¿Cómo no reclamarse del Mediterráneo sin más, como los hebreos, los griegos, los romanos, como cualquier civilización digna de alianza, en vez de andar chicharreando con la tabarra eterna y decimonónica de la identidad nacional? Pla amaba el catalán y lo manejó como ningún aldeano de ERC sabrá dominarlo nunca, pero varias guerras y revoluciones le enseñaron a desconfiar de los “milhombres”, según definió a Pujol. La venganza de Pujol aún rige, y en una gran librería de Gerona sólo pude encontrar cuatro títulos de Pla. Compré uno, desafiante, aunque los había leído todos.
(La Gaceta)