La noche del 2 de mayo de 1546, el emperador Carlos encontró en su aposento a Bárbara Plumberger, la hija del talabartero... En uno de aquellos días de mayo, Carlos consiguió hacer una borla de hilos de plata para la espada. En una de aquellas noches, fue concebido el héroe que la Historia conoce por el nombre de Juan de Austria.
La Armada / Franz Zeise
La Armada / Franz Zeise
Muerto nuestro Emperador Carlos V, creyeron los turcos que les sería fácil apoderarse de nuestras posiciones en el Mediterráneo. Y, en efecto, la escuadra que mandó contra ellos D. Felipe II fue derrotada en la isla de Gelbes (1564).
Entonces el Papa Pío V lanzó un llamamiento a los reinos europeos para reunir una poderosa escuadra que cortara de raíz el peligro musulmán, al que sólo acudió el Rey de España.
Don Felipe II envió, como jefe de la flota española a su bastardo hermano D. Juan de Austria, gran capitán y hombre de dotes inmejorables, que ya se había revelado como buen gobernante en las Alpujarras.
Púsose en marcha nuestra escuadra, y, apenas llegados al Golfo de Lepanto, divisaron a la escuadra enemiga, al mando de Alí-Bajá. Replegóse nuestra flota en tres partes, dirigidas por Andrés Doria, la derecha; el veneciano Barbarigo, la izquierda, y el centro D. Juan de Austria, yendo a retaguardia el marqués de Santa Cruz, D. Álvaro de Bazán.
Los mahometanos avanzaban, formando media luna, siendo mandados por expertos jefes. Don Juan de Austria arenga a los soldados y ordenó tocar la música. En esto, un cañonazo del enemigo dio la señal de ataque. Un sacerdote español traza la señal de la cruz sobre los hincados de rodillas, y “distinguiéndose –dice Guerra y Alarcón- la galera real de Alí, por las banderas que traía, a ella dirigió la proa D. Juan, recibiendo la descarga de su artillería algo lejos, y sin más pérdida que algunos remeros; contestó casi en el momento de embestir con el espolón, y estando cargados los cañones con metralla y trozos de cadenas, hizo un estrago horrible en los turcos. Siete galeras apoyaban la de Alí, que, con las que seguían al generalísimo, formaban un grupo compacto batiéndose al arma blanca con encarnizamiento, ya en la cubierta de una, ya en la de otra, según la alternativa de las acometidas". Hubo arcabucero –dice una relación- que disparó cuarenta veces, y al cabo de hora y media estaba la pelea como en un principio, rechazados dos veces los españoles y herido el príncipe en un pie. Por fin, dando las trompetas la señal de tercer abordaje, en el empuje cayó muerto Alí-Bajá, con lo cual desmayaron los suyos, y, derribadas las banderas, se enarboló la cruz en la capitana turca, gritando victoria los soldados. El humo de la pólvora no consentía ver lo que ocurría en las alas, donde se combatía con el mismo ardor; más lo veía muy bien el marqués de Santa Cruz, y cayendo con todo el peso de su escuadra de reserva, inclinaba la balanza allí donde los mahometanos se creían vencedores. Puestos en fuga, obedeciendo las órdenes de Ulan-Alí, fueron perseguidos y acosados.
Jamás lograron en la mar una victoria tan decisiva y brillante las armas de la cristiandad. Los musulmanes perdieron 30.000 hombres, entre muertos y prisioneros, y 130 galeras, apresadas y repartidas entre los vencedores, sin las que se fueron a pique, con riquísimo botín de oro y joyas y la libertad de 12.000 cautivos que andaban al remo. Las pérdidas de la Liga fueron comparativamente pequeñas, no llegando a 8.000 los muertos, de ellos 2.000 españoles, 800 romanos, y el resto, venecianos.
Entonces el Papa Pío V lanzó un llamamiento a los reinos europeos para reunir una poderosa escuadra que cortara de raíz el peligro musulmán, al que sólo acudió el Rey de España.
Don Felipe II envió, como jefe de la flota española a su bastardo hermano D. Juan de Austria, gran capitán y hombre de dotes inmejorables, que ya se había revelado como buen gobernante en las Alpujarras.
Púsose en marcha nuestra escuadra, y, apenas llegados al Golfo de Lepanto, divisaron a la escuadra enemiga, al mando de Alí-Bajá. Replegóse nuestra flota en tres partes, dirigidas por Andrés Doria, la derecha; el veneciano Barbarigo, la izquierda, y el centro D. Juan de Austria, yendo a retaguardia el marqués de Santa Cruz, D. Álvaro de Bazán.
Los mahometanos avanzaban, formando media luna, siendo mandados por expertos jefes. Don Juan de Austria arenga a los soldados y ordenó tocar la música. En esto, un cañonazo del enemigo dio la señal de ataque. Un sacerdote español traza la señal de la cruz sobre los hincados de rodillas, y “distinguiéndose –dice Guerra y Alarcón- la galera real de Alí, por las banderas que traía, a ella dirigió la proa D. Juan, recibiendo la descarga de su artillería algo lejos, y sin más pérdida que algunos remeros; contestó casi en el momento de embestir con el espolón, y estando cargados los cañones con metralla y trozos de cadenas, hizo un estrago horrible en los turcos. Siete galeras apoyaban la de Alí, que, con las que seguían al generalísimo, formaban un grupo compacto batiéndose al arma blanca con encarnizamiento, ya en la cubierta de una, ya en la de otra, según la alternativa de las acometidas". Hubo arcabucero –dice una relación- que disparó cuarenta veces, y al cabo de hora y media estaba la pelea como en un principio, rechazados dos veces los españoles y herido el príncipe en un pie. Por fin, dando las trompetas la señal de tercer abordaje, en el empuje cayó muerto Alí-Bajá, con lo cual desmayaron los suyos, y, derribadas las banderas, se enarboló la cruz en la capitana turca, gritando victoria los soldados. El humo de la pólvora no consentía ver lo que ocurría en las alas, donde se combatía con el mismo ardor; más lo veía muy bien el marqués de Santa Cruz, y cayendo con todo el peso de su escuadra de reserva, inclinaba la balanza allí donde los mahometanos se creían vencedores. Puestos en fuga, obedeciendo las órdenes de Ulan-Alí, fueron perseguidos y acosados.
Jamás lograron en la mar una victoria tan decisiva y brillante las armas de la cristiandad. Los musulmanes perdieron 30.000 hombres, entre muertos y prisioneros, y 130 galeras, apresadas y repartidas entre los vencedores, sin las que se fueron a pique, con riquísimo botín de oro y joyas y la libertad de 12.000 cautivos que andaban al remo. Las pérdidas de la Liga fueron comparativamente pequeñas, no llegando a 8.000 los muertos, de ellos 2.000 españoles, 800 romanos, y el resto, venecianos.