GUARDIA CIVIL EN EL SARRE
Por Eugenio Montes
El viajero y su sombra, 1940
Yo sé quién difundió por todo el mundo esa fábula estúpida del individualismo español, reacio a la ley y a los rigores del orden. Fue un radical-socialista francés, hijo de un comandante muy fino y de la Revolución desgreñada. Su padre le trajo a Castilla con las tropas invasoras. En un palacio de Guadalajara crece su infancia. Por los caminos celtíberos van y vienen, amanerados, europeos y gangosos, con su aire impertinente y su bon jour, madame, los granaderos. Habían venido a traer la civilización, los escotes, la libertad absoluta y la Nueva Eloísa. Habían venido los gabachos a regenerar un pueblo decadente, como dijo el mismísimo Napoleón. Pero resultó -¡qué dolor, qué dolor, qué pena!-, resultó que ese pueblo decadente aún tuvo fuerzas en la entraña del alma para no dejarse dominar por el extranjero, aunque no haya tenido luego sentido para hacerse en verdad independiente. El alcalde de un pueblecito con casas de adobe, fuente y guijarros y mucha dignidad y mucha hombría, le declara la guerra al destino del siglo. ¡Vaya jaleo! ¡Ésta sí que es la marimorena! Corre la pólvora y corre la vieja guardia. En Bailén hay garrochas, y en aquel caserón de Guadalajara hay miedo. Mala la hubisteis, franceses. Hubo que trasponer los montes y huir a toda prisa, renunciando a la triste y espaciosa España. El niño del gobernador militar estudia ahora composición en el Liceo y se enjuga la boca, llena de polvo y amargura, con discursos rimados y alejandrinos. Sí; yo sé quién difundió la fábula estúpida de un país anárquico en donde el bandidaje, el horror a la ley y la resistencia al trabajo constituyen el fondo mismo del carácter. Fue el hijo de un general imperialista, que no nos perdonó nunca el 2 de mayo. Su nombre: Víctor Hugo.
Tras el descalabro de la invasión, ya no hay en París elogios más que para nuestra anarquía. Bajo la capa de Hernani se oculta un mal perdedor. Un mal perdedor que con brillante retórica halaga los defectos españoles, quizás para desquitarse en el futuro de la rota que sufrió Napoleón Bonaparte. Aquí está Esmeralda y allí Clara Gazul. Aquí los conspiradores, los trabucos, las jacas y el coro de puñales, "comme cela se pratique de l'autre coté des Pyrénés". Coro de puñales y coro de estatutos. No olvidemos que Hugo decía "mis Españas". Así, en plural, es más fácil conquistarlas una a una.
Fábula del casticismo, leyenda de los siglos. De los siglos traidores: XVIII y XIX. La borrasca romántica se conjura con las luces de la Ilustración para proyectar sobre España la sombra enorme y vil de la leyenda negra. Visión exótica de gente que todo lo confunde. Ante la pena de Carmen, con la luna a la grupa por una sierra morena de tramoya, José, la manta al hombro, canta un zorcico a la guitarra. Zorcico que nuestros tontilocos intelectuales han estado repitiendo hasta hoy, repitiendo -¡qué asco!- la copla innoble del afrancesado que nos quiere con la manta al hombro o liada a la cabeza, en tumulto incesante, en ronda de palos y de gritos, para concluir petenera triste, con las manos cruzadas y vestidos de luto, entre un temblor de cirios y un velón en el suelo.
Contrabandistas valientes ha habido en todas partes. No hay calleja oscura y tenebrosa de Marsella que no esconda siete niños como los niños de Écija. Pero en Écija, torreada y solar, blanca de cal y canto, se enseña, por añadidura, el palacio del Gran Capitán, galán de Ceriñola. Y éste es el verdadero español y no los otros.
La tradición hispana está hecha de catolicidad y justicia impecable. Leche de loba romana amamantó nuestra gente, con el genio nutricio de lo ordenado y lo justo. Le dimos emperadores a Roma y leyes a Indias y principios teológicos al derecho de gentes.
Todos los países del mundo han tenido anarquistas, pero sólo el nuestro creó una tropa celeste con cuatro grados de obediencia para sofocar el instinto. Si a mí me preguntarasen por una frase castiza, resumen de originalidad, puro timbre del alma, yo no repetiría ningún verso de Hernani ni el zorcico de Carmen, ni una soleá greñuda. Sino el Perinde ad cadaver de San Ignacio. ¡Ay soledad, soledad! Exotismo gitano, copla de nómadas, canción de vagabundo. Lo español no es la soledad, sino la falange, el haz de flechas de los cielos imperiales y el sacrificio de apetitos turbulentos al disciplinado rigor de la Compañía.
Haces de flechas llevaban en las manos los hombres de la Santa Hermandad, que acabaron por obra de Isabel, dura y materna, con el desorden en que sumió a la Patria la incuria liberal de Enrique IV. Haces de flechas llevan también en sus mochilas nuestros guardias civiles.
Ay, cuánto de fatiga
ay, cuánto de sudor está presente
al que viste loriga,
al infante valiente,
a hombres y caballos juntamente.
Fatigas y sudores, abnegación y desvelos crearon fama universal al Instituto. Se sabe en todo el mundo que el entimema infalible de la pareja es evidencia de ley, exactitud y justicia en cualquier tiempo y espacio, por el asfalto y el polvo, bajo lluvia o canícula, entre gasómetros urbanos o en el silvestre recodo de un sendero campesino.
Guardias civiles de España. En ellos sí que vive, a pesar de todas las miserias y a pesar de los pesares, sí que vive y alienta la dignidad de la estirpe. Sus tercios son los tercios que cubrieron a Europa de mar a mar, del Jónico hasta el Báltico. En su charol aún brilla un rayo del Imperio. ¿Sabéis por qué en su uniforme, el tricornio setecentista, el tricornio laico y profano de los petimetres se dobla por una punta? Es para darle amplitud a la frente, para ganar anchura. Porque ancha fue, cuando fue, España.
A estos claros varones de Castilla, honra y prez de un país aún más eterno que antiguo, deseaba Alemania encomendar la vigilancia y el orden del plebiscito de El Sarre. Por temores pueriles a un incomodo de Francia, o por fidelidad a la táctica de renuncias que inspira nuestra triste, lamentable política, el Gobierno no quiso acceder a la súplica, perdiendo así la ocasión de borrar la leyenda que todavía, todavía dura.
No han querido. ¡Qué pena! ¡Con lo bien que hubieran estado sus correas amarillas, sus charoles, sus tercerolas bruñidas, contenidas y honradas, en esta cruz de los riesgos entre gentes, en esta encrucijada de Europa! En esta encrucijada de Europa, por donde pasó con su escuadrón de lanceros el capitán vizcaíno Francisco de Ibarra. Aquél que en su Historia de la guerra del Palatinado escribe estas palabras -cito sin texto- que el Instituto haría suyas. "Yo, pues, no me prefiero con imposible ofrecimiento a perfecta neutralidad en las acciones de la propia nación, pero afirmo con toda la verdad que -en las acciones de las naciones extrañas- la procuraré como la cosa más amada de mi natural, y huiré, de lo contrario, como la más vituperosa a mi estimación."
Cien veces los infantes cruzaron la comarca hoy en litigio, para meter en caja el tumulto europeo. Entre los pliegues de las viejas banderas militares aún debe quedar, muy escondido, polvo leve y lejano de estas tierras grises que un día fueron nuestras. Desde la torre de Sarrelous, con cielo claro de agosto, pueden verse los caminos del Luxemburgo, rumbo a Flandes. Y allá, hacia la Lorena, supervivientes aún de la injuria del tiempo, las ruinas del Pont-a-Mousson, la Universidad ignaciana, en donde jesuitas hispanos glosaron a Suárez, y a Escobar, y a Oviedo. Y allá hacia el Sur, los caminos del valle por donde a marchas forzadas, a diez leguas por día, iban ganando almas y almenas los ejércitos de su Majestad Católica.
¿Ahora torna, por fin, aquella edad de oro? Ya nos llaman a El Sarre. Una voz, débil aún, pero ya irresistible, nos llama de nuevo a altísimos destinos. En el gran reloj de las alegorías suena, grave e irrecusable, la gran hora española. No es el zorcico de Carmen, ni la copla gitana, sino el endecasílabo renaciente y alegre de Gonzalo de Córdoba, de Farnesio y de Spínola. Cuando se ha escrito en verso, la historia se repite porque el verso es estrofa, y estrofa es lo que vuelve. ¡Otra vez, españoles, que nos llaman! "Vuelve España, por Dios, a donde has ido."
18 de Abril de 1934
Por Eugenio Montes
El viajero y su sombra, 1940
Yo sé quién difundió por todo el mundo esa fábula estúpida del individualismo español, reacio a la ley y a los rigores del orden. Fue un radical-socialista francés, hijo de un comandante muy fino y de la Revolución desgreñada. Su padre le trajo a Castilla con las tropas invasoras. En un palacio de Guadalajara crece su infancia. Por los caminos celtíberos van y vienen, amanerados, europeos y gangosos, con su aire impertinente y su bon jour, madame, los granaderos. Habían venido a traer la civilización, los escotes, la libertad absoluta y la Nueva Eloísa. Habían venido los gabachos a regenerar un pueblo decadente, como dijo el mismísimo Napoleón. Pero resultó -¡qué dolor, qué dolor, qué pena!-, resultó que ese pueblo decadente aún tuvo fuerzas en la entraña del alma para no dejarse dominar por el extranjero, aunque no haya tenido luego sentido para hacerse en verdad independiente. El alcalde de un pueblecito con casas de adobe, fuente y guijarros y mucha dignidad y mucha hombría, le declara la guerra al destino del siglo. ¡Vaya jaleo! ¡Ésta sí que es la marimorena! Corre la pólvora y corre la vieja guardia. En Bailén hay garrochas, y en aquel caserón de Guadalajara hay miedo. Mala la hubisteis, franceses. Hubo que trasponer los montes y huir a toda prisa, renunciando a la triste y espaciosa España. El niño del gobernador militar estudia ahora composición en el Liceo y se enjuga la boca, llena de polvo y amargura, con discursos rimados y alejandrinos. Sí; yo sé quién difundió la fábula estúpida de un país anárquico en donde el bandidaje, el horror a la ley y la resistencia al trabajo constituyen el fondo mismo del carácter. Fue el hijo de un general imperialista, que no nos perdonó nunca el 2 de mayo. Su nombre: Víctor Hugo.
Tras el descalabro de la invasión, ya no hay en París elogios más que para nuestra anarquía. Bajo la capa de Hernani se oculta un mal perdedor. Un mal perdedor que con brillante retórica halaga los defectos españoles, quizás para desquitarse en el futuro de la rota que sufrió Napoleón Bonaparte. Aquí está Esmeralda y allí Clara Gazul. Aquí los conspiradores, los trabucos, las jacas y el coro de puñales, "comme cela se pratique de l'autre coté des Pyrénés". Coro de puñales y coro de estatutos. No olvidemos que Hugo decía "mis Españas". Así, en plural, es más fácil conquistarlas una a una.
Fábula del casticismo, leyenda de los siglos. De los siglos traidores: XVIII y XIX. La borrasca romántica se conjura con las luces de la Ilustración para proyectar sobre España la sombra enorme y vil de la leyenda negra. Visión exótica de gente que todo lo confunde. Ante la pena de Carmen, con la luna a la grupa por una sierra morena de tramoya, José, la manta al hombro, canta un zorcico a la guitarra. Zorcico que nuestros tontilocos intelectuales han estado repitiendo hasta hoy, repitiendo -¡qué asco!- la copla innoble del afrancesado que nos quiere con la manta al hombro o liada a la cabeza, en tumulto incesante, en ronda de palos y de gritos, para concluir petenera triste, con las manos cruzadas y vestidos de luto, entre un temblor de cirios y un velón en el suelo.
Contrabandistas valientes ha habido en todas partes. No hay calleja oscura y tenebrosa de Marsella que no esconda siete niños como los niños de Écija. Pero en Écija, torreada y solar, blanca de cal y canto, se enseña, por añadidura, el palacio del Gran Capitán, galán de Ceriñola. Y éste es el verdadero español y no los otros.
La tradición hispana está hecha de catolicidad y justicia impecable. Leche de loba romana amamantó nuestra gente, con el genio nutricio de lo ordenado y lo justo. Le dimos emperadores a Roma y leyes a Indias y principios teológicos al derecho de gentes.
Todos los países del mundo han tenido anarquistas, pero sólo el nuestro creó una tropa celeste con cuatro grados de obediencia para sofocar el instinto. Si a mí me preguntarasen por una frase castiza, resumen de originalidad, puro timbre del alma, yo no repetiría ningún verso de Hernani ni el zorcico de Carmen, ni una soleá greñuda. Sino el Perinde ad cadaver de San Ignacio. ¡Ay soledad, soledad! Exotismo gitano, copla de nómadas, canción de vagabundo. Lo español no es la soledad, sino la falange, el haz de flechas de los cielos imperiales y el sacrificio de apetitos turbulentos al disciplinado rigor de la Compañía.
Haces de flechas llevaban en las manos los hombres de la Santa Hermandad, que acabaron por obra de Isabel, dura y materna, con el desorden en que sumió a la Patria la incuria liberal de Enrique IV. Haces de flechas llevan también en sus mochilas nuestros guardias civiles.
Ay, cuánto de fatiga
ay, cuánto de sudor está presente
al que viste loriga,
al infante valiente,
a hombres y caballos juntamente.
Fatigas y sudores, abnegación y desvelos crearon fama universal al Instituto. Se sabe en todo el mundo que el entimema infalible de la pareja es evidencia de ley, exactitud y justicia en cualquier tiempo y espacio, por el asfalto y el polvo, bajo lluvia o canícula, entre gasómetros urbanos o en el silvestre recodo de un sendero campesino.
Guardias civiles de España. En ellos sí que vive, a pesar de todas las miserias y a pesar de los pesares, sí que vive y alienta la dignidad de la estirpe. Sus tercios son los tercios que cubrieron a Europa de mar a mar, del Jónico hasta el Báltico. En su charol aún brilla un rayo del Imperio. ¿Sabéis por qué en su uniforme, el tricornio setecentista, el tricornio laico y profano de los petimetres se dobla por una punta? Es para darle amplitud a la frente, para ganar anchura. Porque ancha fue, cuando fue, España.
A estos claros varones de Castilla, honra y prez de un país aún más eterno que antiguo, deseaba Alemania encomendar la vigilancia y el orden del plebiscito de El Sarre. Por temores pueriles a un incomodo de Francia, o por fidelidad a la táctica de renuncias que inspira nuestra triste, lamentable política, el Gobierno no quiso acceder a la súplica, perdiendo así la ocasión de borrar la leyenda que todavía, todavía dura.
No han querido. ¡Qué pena! ¡Con lo bien que hubieran estado sus correas amarillas, sus charoles, sus tercerolas bruñidas, contenidas y honradas, en esta cruz de los riesgos entre gentes, en esta encrucijada de Europa! En esta encrucijada de Europa, por donde pasó con su escuadrón de lanceros el capitán vizcaíno Francisco de Ibarra. Aquél que en su Historia de la guerra del Palatinado escribe estas palabras -cito sin texto- que el Instituto haría suyas. "Yo, pues, no me prefiero con imposible ofrecimiento a perfecta neutralidad en las acciones de la propia nación, pero afirmo con toda la verdad que -en las acciones de las naciones extrañas- la procuraré como la cosa más amada de mi natural, y huiré, de lo contrario, como la más vituperosa a mi estimación."
Cien veces los infantes cruzaron la comarca hoy en litigio, para meter en caja el tumulto europeo. Entre los pliegues de las viejas banderas militares aún debe quedar, muy escondido, polvo leve y lejano de estas tierras grises que un día fueron nuestras. Desde la torre de Sarrelous, con cielo claro de agosto, pueden verse los caminos del Luxemburgo, rumbo a Flandes. Y allá, hacia la Lorena, supervivientes aún de la injuria del tiempo, las ruinas del Pont-a-Mousson, la Universidad ignaciana, en donde jesuitas hispanos glosaron a Suárez, y a Escobar, y a Oviedo. Y allá hacia el Sur, los caminos del valle por donde a marchas forzadas, a diez leguas por día, iban ganando almas y almenas los ejércitos de su Majestad Católica.
¿Ahora torna, por fin, aquella edad de oro? Ya nos llaman a El Sarre. Una voz, débil aún, pero ya irresistible, nos llama de nuevo a altísimos destinos. En el gran reloj de las alegorías suena, grave e irrecusable, la gran hora española. No es el zorcico de Carmen, ni la copla gitana, sino el endecasílabo renaciente y alegre de Gonzalo de Córdoba, de Farnesio y de Spínola. Cuando se ha escrito en verso, la historia se repite porque el verso es estrofa, y estrofa es lo que vuelve. ¡Otra vez, españoles, que nos llaman! "Vuelve España, por Dios, a donde has ido."
18 de Abril de 1934