viernes, 2 de octubre de 2009

CAMBA Y EL PERIODISMO ESPAÑOL / LA ISLA DE AROSA



Por Julio Camba

Cuando vine de América, expulsado, se me ocurrió un día ir a visitar la isla de Arosa. Hace ya cinco o seis años, y todavía recuerdo, con una leve sonrisa cyranesca, la impresión de terror que produje en la isla. Detrás de mí oía con frecuencia el tímido cuchicheo de las mujeres y de los niños.

–¡El anarquista! ¡El anarquista!

El anarquista era yo. Los periódicos habían publicado mi historia en la sección telegráfica, con fecha de Cádiz –el primer punto de la Península en donde hizo escala el vapor que me conducía– y de Barcelona, el punto en que desembarqué. ¡Una historia de la que el protagonista se iba enterando a medida que la leía! Confieso que aquellos episodios, fantásticamente relatados para producir la emoción de toda España, me llenaban de orgullo. Un orgullo que sería tan grande como el de César o el de Napoleón, si las erratas no hubiesen venido a acibararlo. ¡Triste suerte la de mi apellido, en manos de unos cajistas que no lo conocían! El Imparcial me llamaba Julio Canela, y El Heraldo, Cánoba. Nada tan ignominioso, sin embargo, como el apellido que me adjudicó El País, de cuyo carácter radical no podía esperar ningún revolucionario una errata tan ofensiva: ¡Julio Caníbal!

Precedido de la fama que me habían hecho los periódicos, y satisfecho de ella como si fuese exacta y estuviese bien compuesta, llegué un día a la isla de Arosa. El terror que mi presencia produjo en aquellas gentes era perfectamente injusto. Era injusto, porque aquellas gentes vivían entonces, y aun siguen viviendo, en una deliciosa y paradisíaca anarquía.
Lo que los anarquistas de todo el mundo no han logrado jamás: vivir anárquicamente –sin autoridad de ningún género–, lo han conseguido los habitantes de la isla de Arosa. La isla de Arosa es una verdadera colonia anarquista. Allí no hay policías ni jueces. Si se comete un robo o un crimen –que no se comete casi nunca–, el delincuente queda impune hasta que de Villanueva, Villagarcía o Cambados va a la isla alguna autoridad. En el invierno suele haber en la ría fuertes temporales que duran seis o siete días, y mientras no se restablece el buen tiempo la autoridad se queda en tierra, porque es imposible hacer la travesía a la isla. ¡Imagínese el lector las ventajas que tendría un criminal en la isla de Arosa, provisto de un barómetro que le anunciase los cambios atmosféricos!

Tengo el deber de decir, después de todo esto, que la isla de Arosa es uno de los países más pacíficos del mundo. Sus habitantes viven de la pesca y de las industrias que de ella se derivan. La industria de salazón y conservas está muy desarrollada en la isla de Arosa, y sostiene a un gran número de obreros. Un día llegó a la isla un obrero portugués, contratado para trabajar en una fábrica. Era socialista, y bien pronto comenzó a propagar su doctrina entre los compañeros. Al cabo de algunos días se habían constituido en la isla de Arosa dos grandes partidos: el de los obreros y el de los burgueses. La nomenclatura de estas dos agrupaciones daba origen a graciosas antinomias. A lo mejor se le preguntaba a un trabajador que iba a su tarea, descalzo y con las ropas desgarradas:

–¿Tú eres obrero?

Y el trabajador, con tono de enérgica convicción, respondía:

–No. Yo soy burgués...

Los obreros se reunían en una taberna, y los burgueses en otra. La de los burgueses era la peor.
Así las cosas, un día los obreros hicieron una huelga. En la historia del movimiento societario no hay antecedentes de una huelga como aquélla. Los huelguistas se impusieron a los esquirols, y la fábrica donde había surgido el movimiento quedó totalmente paralizada. Llegaron los vapores al muelle, abarrotados de sardina, y no hubo quién los descargase. Esta situación duró varios días. Por fin se pudo avisar a Villanueva, desde donde se llamó a la Guardia Civil para que fuese a la isla. La Guardia Civil llegó a Villanueva, pero no pudo embarcar. ¡Nadie quería llevarla!

La isla de Arosa está casi en el centro de esta ría, que lleva su mismo nombre. Es un pueblo pintoresco que se alimenta de verduras y pescados cocidos, como los enfermos del plexo solar. Sus habitantes, exentos de toda tutela autoritaria, viven completamente felices a merced de los dioses y de los vientos.

(Del libro Maneras de ser español, de Luca de Tena Ediciones)