domingo, 26 de enero de 2025

¡Joaquín Aute!



Ignacio Ruiz Quintano

Abc Cultural


Ocurrió en un aeropuerto. Entre la marabunta, y a la edad en que los narcisos desatinan, Joaquín Sabina divisó al Faraón de Camas y resolvió caer sobre él como un cernícalo, que es un pajarraco que se cierne: “¡Curro! ¡Curro! –voceaba–. Pero ¿no sabes que eres mi ídolo?” (Para todo espíritu sensible, aunque laico, como el de Sabina, decir “eres mi ídolo” a un torero de culto es como entre las beatas decir a un curita de Tardajos, Burgos, “eres tan lindo como Pío Nono”.) Ante lo cual un Romero confuso sólo acertó a farfullar:


¡Hombre! ¡Joaquín Aute!


¿No daba Otero todos sus versos por un hombre en paz? Pues ahí está: Joaquín Aute. Ahora matemos al cuáquero que todos llevamos dentro: lo que a Romero le pasó en el aeropuerto con Sabina nos pasa a todos en la Feria del Libro con... Bueno, con la mayoría de escritores que acuden a la firma. A ver, el de la tercera caseta a la izquierda, ¿es Juan de Toro o Suso Goytisolo? Da igual. También Cervantes pierde el burro de Sancho en un capítulo y habla de él en el siguiente sin decir cómo lo ha encontrado. En estos tiempos de laicismo idolátrico, la superstición intelectual de los compradores de libros (unos tres mil –siempre los mismos– en todo el territorio nacional, frente a los veinte mil –siempre los mismos, también– que vamos a los toros) sólo espera del autor una cosa, que es “una frase”.


Póngame usted una frase. Una tontería.


Dios nos libre, decía D’Ors, de esos angelitos con alas, pero sin espalda ni trasero. En tiempos de Pemán, “la frase” –“la tontería”– aún era, un poco, el escritor sorprendido a medio vestir. El propio Pemán creía estar viendo al libro, a un lado y a otro del paseo de la feria, hacer su “trottoir”, como las busconas de Picadilly o de Montmartre, cuando el hombre era polígamo del libro y el libro salía al paseo a buscar novio.


Todavía hay, por cierto, una venta castellana donde un par de “señoras putas”, por decirlo a lo Almafuerte, presumen con los forasteros de haber tenido por cliente a un autor clásico que todos los días, a eso del mediodía, acudía al hospedaje con perros y escopeta; ataba los perros a la sombra de un carro, depositaba la escopeta en la cantina y subía al cuarto de las mozas a echar la siesta –todos los pueblos que duermen siesta son prolíficos– hasta la caída de la tarde, en que los verdaderos cazadores volvían del campo cargados de perdices; entonces el autor clásico compraba una docena de ellas y se las ataba al cinto; recogía luego la escopeta y a los perros y, silbando, enfilaba el camino de vuelta a casa. Ni las “señoras putas” le pidieron nunca “una frase” ni el autor clásico les regaló jamás unas flores.


Frases y flores. Arte y literatura. En Inglaterra, cuando lo peor de la lucha de clases, apareció Ruskin para proponer, como solución a la lucha final, un reparto entre los obreros de macetas de flores (“flower’s pots”). En Bilbao, cuando el gran orfeón de lo social, Ibarrola quiso acercar el arte al proletariado y propuso a Bonifacio –el gran Bonifacio del esperpento, de la ternura y de la sensualidad– ir a la salida de los Altos Hornos a regalar dibujos a los obreros.


Joder, Agustín, que nos van a tomar por maricones –fue la única objeción de Bonifacio.


Y se olvidaron.


Pero, de haber seguido adelante, no hubiera sido Bonifacio menos grave que un Maeztu, quien una vez hizo la travesía a gatas de la plaza de la Cibeles, y otra vez, en el Congreso, cantó el “matarile-rile” contra sus adversarios, que después lo fusilaron. “¡Ah, la cultura de la memoria!”, suspiraría Suso Goytisolo. “¡Ah, la incultura del olvido!”, suspiraría Juan de Toro. Y es que, como decía un paisano de Curro Romero, todas las anacreónticas de Horacio y Catulo no son más que “la poesía de unos tiempos en que el vino estaba barato”.


Pero si Catulo y Horacio, por romanos, se nos antojan un poco fascistas, como le pasa a Carmen Calvo, siempre podemos recurrir a las anacreónticas de Moncho Tamames contra América o de Bob Geldof contra la pobreza. Habla Geldof: “Hace sesenta años, había un continente hambriento. El país más rico del planeta lo ayudó, y ahora ese continente es rico y próspero. Me refiero a Europa y al Plan Marshall.” El hablar, como el vino, vuelve a estar barato, y este Geldof no tiene conciencia de la vieja y civilizada gravedad del regateo: no sabe que la civilización, como explicaba el Séneca, empezó el día en que el que pedía veinte se conformó con diecisiete, y maduró del todo el día en que pidió veinte el que en realidad sólo quería diecisiete.