Javier Bilbao
No es raro ver banderas de la 2ª República en manifestaciones y eventos por diversas causas, así que al reparar en ellas uno inevitablemente siente la tentación de preguntar a quien las enarbola «oiga… ¿pero sabe usted en qué desembocó aquello, no?». Añorar aquellos tiempos no deja de ser algo semejante a volver a subirse a un tobogán con la esperanza de que esta vez te lleve a un lugar distinto. Al menos para quien es consciente de que la historia no tiene un capítulo final al que llegar —salvo que desaparezcamos, pero entonces nadie habrá para escribirlo ni leerlo— ni cabe concebirla por tanto como una imagen estática en la que podamos permanecer plácida y eternamente como un feto en un útero cósmico, sino que es más bien un continuo evolucionar y fluir como aquel río de Heráclito, donde los males de un momento concreto fueron semillas plantadas en los años previos y lo que lució vigoroso inevitablemente termina pudriéndose. Por eso los que hemos leído, por ejemplo, el muy recomendable libro de Stanley Payne El colapso de la República. Los orígenes de la Guerra Civil (1933–1936), sabemos que Franco no aterrizó en un ovni aquel 18 de julio del 36.
En algo de esto andaba divagando hace unos días tras ver un tuit bastante viral de alguien que apelaba a la nostalgia de «una España que ya no existe» refiriéndose al año dorado de… ¡1995! Mire, pues no. Que no. Si queremos entonar con ánimo regeneracionista un Hagamos Grande a España de Nuevo, el momento de grandeza a recuperar definitivamente no puede ser ése. Entiendo que quien no vivió aquella desdichada república pueda idealizarla a su capricho (y nuestro cine ha contribuido gustosamente a ello), pero servidor sí andaba por el mundo este año del Señor de 1995 y lo recuerda sin mucha niebla en la memoria.
De manera que respondí a aquel mensaje señalando algo para mí evidente, como era que los años 90 fueron una década nefasta de terrorismo, paro y horror estético, donde los males del presente ya estaban plenamente incardinados —aunque muchos entonces aún no lo percibieran— y, para añadir sal a la herida, los fumadores gozaban de la libertad de cultivar el cáncer de laringe propio y ajeno en cualquier recinto cerrado (luego llegó la tiranía). Las reacciones a lo dicho, que en algunos casos lanzaron conjeturas equivocadas sobre la profesión de mi madre, hicieron maliciarme que hay bastantes que no han vivido aquellos nada maravillosos años —quizá por eso los añoran, la melancolía de lo imaginario— o simplemente lo que echan en falta es su propia infancia o adolescencia. Esto último lo entiendo. De la misma manera que al decir «mi tierra» uno no alude a una mera ubicación geográfica, sino a una en la que ha vivido y en la que por tanto cada calle y paisaje lleva adherido un recuerdo que le otorga resonancias legendarias («en aquel garito me pasó que…», «en aquella salida de metro quedé con…») respecto a la ubicación temporal ocurre algo semejante, llevándonos a entrelazar nuestra peripecia particular con los acontecimientos colectivos, a la manera en que los protagonistas de Casablanca decían aquello de que el mundo se derrumba y nosotros nos enamoramos.
Vale, hasta ahí bien. Pero más allá de la mera subjetividad de cada uno sí sería acertado convenir que no todos los lugares son marcos incomparables ni todas las décadas prodigiosas. Y la de los 90, analizada con un mínimo de apego a la realidad, nos salió para echarla a los gorrinos.
Desmantelamiento
En primer lugar, durante sus 6 años centrales el paro se situó por encima del 20% y máximos del 24%. Fue un periodo marcado por la crisis económica que, de nuevo, no provino del espacio, sino que respondía a un problema estructural previo. Tras la muerte de Franco y como parte de la «apertura al mundo» y «modernización» que nos trajo drásticos cambios económicos y culturales, el ingreso en la por entonces llamada Comunidad Económica Europea exigió un proceso de privatización y desmantelamiento de la industria pública franquista durante finales de los 70 y comienzos de los 80. De manera que para los 90 nos quedamos con el mango y cuatro varillas del paraguas en mitad de la tormenta. Ya se encargarían en otros países de fabricar cosas, que a nosotros nos tocaba el turismo y, ya en los años siguientes, la burbuja inmobiliaria que terminó estallando con los resultados ya conocidos…
Junto a ese desmantelamiento económico, por aquellos años estaba ya encarrilado y a toda máquina otro, el nacional. Según la narrativa oficial la España franquista había sido una piñata que ahora debía eclosionar para liberar a las identidades regionales oprimidas en su seno, en un proceso de descentralización autonómica que era visto por todo el espectro político de los años 90 como un «avance». Ahora sabemos ya hacia qué precipicio. Tras ganar las elecciones en 1996 a lomos de escándalos de corrupción socialista, pero sin mayoría absoluta, Aznar blindó el Cupo Vasco y concedió nuevas competencias para lograr el apoyo del PNV, lo que llevó a proclamar a un henchido Arzalluz: «He conseguido más en 14 días con Aznar que en 13 años con Felipe González». En paralelo se alcanzó otro acuerdo con Jordi Pujol, momento en el que el presidente popular anunció al mundo que hablaba catalán en la intimidad, así como se deshizo en elogios hacia la política lingüística y el «sentido de Estado» del dirigente catalán (lo que llegaríamos a saber luego de él, Dios Santo…), comprándole de paso todo su discurso: «He considerado siempre a Cataluña como uno de los países, de las comunidades más ricas de nuestro Estado, que aporta más de lo que recibe en términos de inversión». Así que Cataluña es un país, España es «el Estado» y había un agravio fiscal del segundo al primero. Para rematar la faena de paso le añadió el habermasiano «patriotismo constitucional» que citó con profusión en sus discursos, por el que nuestra identidad y pertenencia no se debían a una nación con siglos de historia, sino a la Carta Magna. El equivalente en el terreno patriótico-sentimental a sustituir el consumo de carne por el de insectos.
Estas cuestiones de los nacionalismos periféricos nos aproximan al que tal vez fue el elemento más determinante de la vida pública española en los años 90: el terrorismo de ETA. Recordemos el sobresalto con el que los informativos abrían con cada nuevo atentado; la cadencia inexorable con la que se cometían sin que nada pareciera capaz de detenerlos, semana tras semana, año tras año; la percepción de que por momentos era un exterminio cuando pasaron a centrarse en concejales del PP y del PSOE (se dieron casos en los que el sustituto de uno ya asesinado también pasó a serlo, tras ser sistemáticamente acosado de todas las maneras imaginables); estaban también aquella clase de atentados que por su naturaleza causaban una mayor conmoción colectiva, bien por ser figuras conocidas como Gregorio Ordóñez o por las circunstancias especiales en que se produjeron, como Miguel Ángel Blanco; todo ello, en suma, hizo de aquellos años un periodo angustioso, sombrío, donde se sucedían las noticias terribles sin que hubiera esperanza en el futuro que las hiciera soportables.
Al fin y al cabo, el ritual público con el que se respondía a cada muerte no dejaba de ser una repetitiva sucesión de declaraciones y lemas huecos sobre la democracia, la convivencia y la paz. Parecía que importase más atemperar la reacción popular, manteniéndola en un estado de indefensión continuada, de mansedumbre dentro de los estrechos límites de la consigna… Esto es algo que se hizo palpable particularmente en el caso del mencionado concejal de Ermua. Cuatro días exactos duraron los asedios a las herriko tabernas y lo sé porque estuve allí. Atisbamos fugazmente una posibilidad real de cambiar las cosas allá por 1997 y casi de inmediato todo volvió a la desangelada monotonía de los años previos. Ésa que ahora se recuerda con añoranza.
De Sarajevo a los muebles de salón
En lo que respecta al contexto internacional, la caída del Muro de Berlín y la descomposición de la URSS con la que comenzó la década de nuestro análisis dieron pie a una euforia por el triunfo de la democracia capitalista y un alivio ante el final de la Guerra Fría sorprendentemente breves. Quizá por el vacío ante la ausencia de propósito o porque de inmediato se sucedieron diversos conflictos en el mundo a cada cual más atroz, entre los que destacar las interminables guerras yugoslavas. Como corresponsal en ellas se apareció en nuestras vidas Pérez Reverte y desde entonces ya no se iría jamás (si éste no es el argumento definitivo en favor de mi tesis, yo ya no sé…). En aquel contexto fue muy significativo, también, el bombardeo estadounidense de Belgrado sin autorización de la ONU, que luego daría lugar a la instalación en Kosovo de su mayor base militar desde Vietnam y supuso uno de los ejemplos paradigmáticos del nuevo orden unipolar fundado en aquella década. Una vez más, los 90 son nuestro presente, allí empezaron a germinar los problemas actuales.
Eso es algo que también ocurre en otro asunto frecuentemente citado para reivindicar aquella década como una arcadia frente a la decadencia que nos rodea: la cuestión de la inmigración. Cerrada la industria, los sectores productivos que quedaban, como la agricultura en unas zonas, el turismo en otras y el naciente boom de la construcción en todas, por su bajo valor añadido requerían mano de obra barata. No fueron progres de pelo azul los que abrieron las fronteras —aunque hicieran su papel de tontos útiles—, pues la primera legislatura de Aznar más que duplicó el número de inmigrantes. En el 2000 (estrictamente, aún el siglo XX) tuvo lugar la mayor tasa de regularización de inmigrantes que se haya dado nunca en España, aprobándose el 97% de las solicitudes. Si le añadimos la nueva Ley de Extranjería aprobada aquel año y la aplicación del Espacio Schengen desde 1995, que abolió los controles fronterizos entre varios países europeos, todo ello terminó de configurar el paisanaje que ahora es habitual en nuestras calles.
Por entonces ya pudieron utilizar el argumento que ya nos es tan familiar de que es necesario traer gente de fuera porque aquí no se tienen niños. En 1996 se alcanzó un valle de nacimientos que suponía en torno a la mitad de 1976 y que no se igualaría hasta el año 2018. Influyó sin duda la mencionada crisis, pero los valores y la cultura dominante en aquellos años ya eran los actuales. Cualquier esquema mental que pretenda atribuir a los 90, tal como me han llegado a decir, algo así como la sana tradición frente a la posmodernidad degenerada posterior, es puramente ilusorio ¡Eran los años de Pastis & Buenri! Recordemos que el grupo Prisa tenía un poder hegemónico en el ámbito cultural y mediático, las Spice Girls reivindicaban el «girl power» y películas como Thelma & Louise ya nos arengaban sobre la urgencia de emanciparnos del patriarcado, mientras que programas como Crónicas Marcianas se especializaron en mostrar una colección de personajes con toda clase de anomalías físicas y mentales para que la audiencia se riera de ellos. Para colmo de males esa televisión que veíamos acostumbraba a estar situada en el mueble aspiracional de todas las Charos y sus maridos Pacos que en el mundo han sido: el mueble de salón. Armatoste cuya misión era causar buena impresión en las visitas, mostrando vajilla «de lujo» que nunca se utilizaba, un ecléctico conjunto de adornos y recuerdos de vacaciones, así como enciclopedias y colecciones de libros que jamás fueron abiertos.
Pero no todo fue malo…
En conclusión, no sé cómo España pudo atravesar semejante cuello de botella, francamente. Rememorar aquella década va pareciéndose a aquella escena de los Monty Python: «En esa caja de zapatos vivíamos… ¡y qué felices éramos!». Es de justicia, sin embargo, señalar la excepción: el cine de Hollywood. Dios aprieta, pero no ahoga. Tenía una característica que lo distingue del actual y es que estaba conformado por distintos géneros: comedia, terror, cine policíaco, histórico… No eran todo superhéroes y sus hazañas. El CGI aún no había arruinado los efectos especiales, de forma que lo que veíamos en pantalla parecía real, y las historias que se contaban además de interesantes y audaces eran originales, no secuelas, precuelas, reboots y spinoffs. Son películas que siguen permaneciendo frescas y viéndose tres décadas después con más atención que casi todo lo posterior: Pulp Fiction, Seven, Cadena perpetua, Matrix, Forrest Gump… Aun así, no me atrevería a decir que esto compensa todo lo expuesto en las líneas anteriores.
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