Domingo González
Cuenta Eugenio d´Ors una anécdota que tiene como protagonista a Charles Maurras. Acompaña en coche el pensador catalán al jefe de escuela de Acción Francesa cuando éste, en un momento de la conversación, se quita el sombrero en un gesto de natural reverencia mientras se le escucha decir, casi en un susurro: “Como decía mi maestro Anatole France…”. Conocida es la oposición de ideas entre France y Maurras, especialmente a partir de ese traumatismo nacional que supuso el “affaire Dreyfus” en la intelectualidad francesa. Y aunque D´Ors se contenta con extraer de esta historia una moraleja constructiva en forma de benevolente alegato en favor de la educación, la tolerancia y las buenas costumbres, Dionisio Ridruejo, que también evoca el episodio en cierto artículo (galardonado por cierto con el premio Mariano de Cavia de 1953) que dedicó a conmemorar el setenta aniversario de Ortega, dirige la mirada del lector hacia otro lugar: el que se abre en la relación de los discípulos con sus maestros y de estos con aquellos. Viene también a cuento recordar esta historia al rememorar a nuestro ya añorado Dalmacio Negro.
Dice Ridruejo que en la anécdota maurrasiana resplandece la idea de lo que supone un maestro. Y que Maurras se hubiera extrañado de que otros interpretaran en ese gesto de reconocimiento un “gesto de secuacidad”. Porque un discípulo no es un secuaz, y una cosa es admirar al maestro y otra muy distinta tener que suscribir todas sus opiniones o posiciones. No debe engañarse el lector. No se ha elegido esta vieja historia para disculpar de antemano a quien no suscribe muchas o algunas de las opiniones de Dalmacio Negro. Se ha elegido más bien para destacar que reconocerle como a un verdadero maestro debería motivarse en razones que van más allá de la mera, y en el fondo superficial, coincidencia de aquellas. Porque siguiendo la schmittiana distinción entre conceptos objetivos (Begriffe) y posiciones subjetivas (Positionen), cabe recordar que don Dalmacio fue un maestro de conceptos y no de posiciones. Este moverse en los conceptos fue ciertamente su divisa. Por eso, escribe Jerónimo Molina, no hay stricto sensu una escuela dalmaciana, porque una escuela es una suma de posiciones particulares del maestro. “No hay tal escuela, digo, pero sí, en cambio, un modo de mirar, una visión de lo político que poseen maestros y condiscípulos. En este caso, una variación hispánica del realismo político”.
Relata por su parte Alain Besançon, en un texto admirable en memoria de Raymond Aron, que éste siempre llegaba puntual a su seminario. “Hubiera sido preciso –dice– que este hombre ocupado estuviera en Harvard, en Oxford, que tuviera a esa hora una cita con Kissinger o De Gaulle, para que faltara”. Ciertamente algo parecido hubiese sido necesario para que nuestro Dalmacio dejara un día su seminario, al margen de que ya no quedaran kissingers o degaulles para justificar puntualmente su ausencia. Recuperamos este sentido suyo del compromiso y dedicación a su vocación académica porque, por volver una vez más a la distinción entre conceptos y posiciones, no es fácil olvidar una sesión en la que apareció de modo inadvertido el carácter del maestro. A alguien se le ocurrió preguntar a don Dalmacio qué debíamos pensar sobre cierto asunto particular. La enjundia y cariz de tal asunto es lo de menos, pero no que se reclamara del profesor algo así como un posicionamiento concreto calculado por su brújula infalible. Esto refleja bien una cierta predisposición mental en la comprensión de la relación con nuestros maestros, como si estos, cómplices en la disculpa de nuestra pereza, pudieran ahorrarnos el esfuerzo de pensar. No faltan puristas o devotos, tan anonadados por hábitos de sumisión y conformismo, que tratan la obra del maestro como la de un ramillete prescriptor de verdades inmarcesibles. Obra tan frágil y vulnerable que una sola mirada crítica y transgresora pudiera desbaratar el templo de sus dogmas. Tampoco faltan (más bien abundan) en la otra orilla sedicentes maestros que cultivan un tipo de sectaria tiranía entre sus seguidores, que estos, más que sus discípulos, parecen sus lacayos. Este, conviene no olvidarlo, no era el caso de Dalmacio Negro. Por eso su respuesta debió de defraudar y desarmar a un tiempo a su interlocutor: “Pueden pensar ustedes lo que quieran”. “¿No es ocioso decir –se preguntaba Ridruejo– que nuestro maestro no es forzosamente nuestro director de conciencia, ni nuestro jefe político, ni mucho menos nuestro sumo Pontífice?”. Pensar esto o aquello con el esquematismo automático de un circuito ideológico no supone ningún riesgo. La educación política de la mirada política, la formación del regard politique, sí. Ya dijo Hannah Arendt, en su última entrevista, que no hay pensamientos peligrosos, que es pensar lo peligroso. Porque nuestra herencia no nos la dejó ningún testamento. Por esa razón, la obra de don Dalmacio es una de las herencias más valiosas que recibirse puedan y, la suya, una de las contribuciones más peligrosas en el ejercicio del pensar sobre lo político.
Es importante evocar estos gestos, que son nada menos que el poso de todo un talante universitario, porque hacer honor a un maestro supone también el esfuerzo moral de un ingrato desapego a fin de hacer viva la comprensión de su obra. Naturalmente, cuesta más hacerlo en estas fechas, pocos días después del adiós al hombre irrepetible que se ocultaba tras el inefable magisterio. Tan esencial como no repetirle resulta también no instrumentalizar su legado en aras de tal o cual posición, incluso aunque fuera contingentemente la suya. Pues no se trata de ser fieles a él, sino de ser dignos de él.
El profesor Fernando Muñoz ha escrito una hermosa pieza, hija de un afecto nacido de un único pero inolvidable encuentro con nuestro hombre, en la que reconocemos al Dalmacio que frecuentamos. Fernando esperaba encontrarse con un gigante y lo que se encontró fue mucho mejor porque, como termina diciendo, “Dalmacio Negro era el mayor filósofo político de nuestro tiempo, pero era –por decirlo con una imagen que no me pertenece– más grande por dentro que por fuera”. Aunque la imagen tampoco me pertenece quisiera abundar en ella. Imaginamos sin dificultad a un don Dalmacio sepultado bajo una montaña de libros (reinaba en su biblioteca, mas no gobernaba), como se puede comprobar en alguna fotografía que circula por la red. Esto, a decir verdad, le representa muy bien. Porque siempre se quitaba importancia para dársela al libro, a la idea, al concepto. A diferencia de otros muchos, tan pagados de sí mismos en el circo académico, no señalaba los libros ni multiplicaba las citas para que le mirásemos a él. Señalaba a los libros porque realmente le preocupaban los conceptos que allí se custodiaban. Sí, había en él una curiosidad auténtica que no apagaron los años. Sin rastro de solemnidad, afectación o pedantería, al oírle hablar de esos libros casi podíamos sentir cómo podrían cambiar nuestro recorrido intelectual a poco que profundizáramos en ellos. Y diría que hasta parecía disculparse por verse obligado a mencionar ese catálogo infinito de referencias que se encadenaban unas con otras. Como si dijera, “perdone que sea yo, que parezco tan poca cosa, el que se lo diga”.
Era inevitable que el primer encuentro con don Dalmacio despertase la viva sensación de un contraste entre su apariencia y su obra. “¿Cómo salían de ese hombre esos párrafos de tan intenso saber?”, se pregunta Hughes. Era normal, probable y hasta inevitable que esa pregunta nos asaltara en algún momento. ¿Acaso frotaba la lámpara de los genios políticos cada noche? ¿Se transformaba en licántropo de las ideas con cada luna llena? ¿Vampirizaba la sangre de los sabios en sus sublimes diálogos con los muertos eximios? ¿Firmó tal vez un fáustico pacto para ridiculizar, por contraste, todas las páginas insulsas que se han publicado en las editoriales y periódicos de estepaís en los últimos cincuenta años? Dalmacio siempre escondía sus majestuosas alas, que reservaba para elevarse en sus escritos, ya fueran libros o artículos académicos. Y es que, como también se ha dicho en estos últimos días, es difícil dejar de leer a Dalmacio cuando se empieza en serio a leer a Dalmacio. Allí, en sus páginas, despegaba, entraba en erupción la caldera dalmaciana y, en medio de un seísmo general, se condensaba una lava intelectual que brotaba a partir de volcánicas cimas. De sus solos vapores podía uno alimentarse, de concepto en concepto, durante días. Vislumbraba, tras algunos dolorosos pero necesarios desenmascaramientos, alturas desconocidas. Sin caretas ideológicas, entre fueyos, freunds, fernandezdelamoras y schmitts, quedaba la inteligencia probada y mansa, plena de fibrosa destreza, llena también de inmaculada humildad, la paradójica humildad que don Dalmacio proyectaba al descubrir mediterráneos ocultos a los ojos de muchos y, desde luego, a los nuestros. Quedaba la mente serena y despojada de las cosas de la política, como acabada de nacer a la verdadera política de las cosas, como regresada –victoriosa– de una guerra sin cadáveres, aunque no sin combates, sacrificios o renuncias. Al principio eran ejercicios casi escolares, pero tras esas interiores escaramuzas dialécticas, quedaba, en fin, la cabeza toda despejada y esclarecida, ventilada de más desprendido realismo, el realismo de lo político. Realismo que murmura que los cielos del poder están vacíos y que el mundo de las ideas políticas pertenece a quienes lo saben. Así, desposeída de calenturas ideológicas y enrevesamientos, dispuesta a una desnuda profundidad de juicio, a una más noble capacidad de análisis, quedaba nuestra forma mentis tras el experimentum crucis de la letra dalmaciana. Porque, aunque plagado de citas y referencias, el saber político abandonaba todo esoterismo y se volvía, con la compañía de Dalmacio, sencillo y asequible. Y en un mismo movimiento lo sencillo se tornaba, como él, grande, magno, casi grandioso.
Porque no nace uno Dalmacio Negro, sino que se hace, se quiere imaginar al niño, al adolescente, al estudiante o al estudioso, ya sea en el instituto, en las aulas de la universidad o en el silencio de las bibliotecas, para ser testigos furtivos de ese momento misterioso y secreto en el que un joven inquieto se convierte en el maestro que a partir de ahora recordaremos con la misma reverencia del gesto maurrasiano. Hace tiempo que dejó de existir la España en la que esta metamorfosis biográfica era todavía posible. Y desde luego todavía no ha llegado tampoco la España en la que escribir sobre Dalmacio Negro sea exactamente lo mismo que llevar búhos a Atenas o hierro a Vizcaya. Sí, queda muy lejos el día en que uno pueda decir con sorna, o mejor, con la retranca de su sonrisa oriental, que es ridícula pretensión la de querer llevar dalmacios a España. Pero ni nuestra patria puede seguir siempre enferma ni embotado tampoco sin terapia posible el entendimiento político de los españoles. Frente a la esclerosis del pensamiento blando y la parálisis del cacareo ideológico, el fármaco dalmaciano, veneno mortal para las elites decadentes incrustadas en el aparato del Estado Minotauro, resulta un antídoto político catártico, profiláctico y tonificante en el momento histórico presente.
Aunque resulte insuficiente para estar a la altura del agradecimiento que nuestro gran maestro merece, nos quitaremos con emoción el sombrero, que no la cabeza, cada vez que pronunciemos el nombre de don Dalmacio Negro Pavón. Y si lo hacemos será también para recordar que nuestra cabeza, sin la suya, tampoco sería ya la nuestra.
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