Ignacio Ruiz Quintano
Abc Cultural
Una noche salía Ángel Luis Bienvenida con Juan Lamarca de la tertulia de la Peña del 7 en la madrileña plaza de Manuel Becerra y fue abordado por un admirador de la dinastía: “Hay que ver qué buenos sois todos los Bienvenida –le dijo–. Pero a mí el que más me gustaba era Antonio, porque toreaba con mucha educación.”
También la mucha educación en lo que haga es costumbre en Garrigues, otro Antonio, que acaba de celebrar con su barraca, la barraca de Antonio Garrigues, sus cincuenta años de afición al teatro.
Yo de teatro puedo decir lo que Ruano, y es que no entiendo mucho por falta de afición. Sé que el teatro nació de una borrachera de ninfas y sátiros, pero que los siglos le han hecho perder ese carácter, quedando la parte dionisiaca en un mano a mano de recitación entre Ansón y Nuria Espert, la mamá de Alicia Moreno, el Malraux de Gallardón. Pero me gusta leer que a la Acrópolis se iba, como se irá a casa de Garrigues, para oír a Esquilo al amanecer con ánimo de deporte y romería, llevándose la merienda, porque se saldría al caer la tarde después de haber oído toda una trilogía más una pieza.
Cincuenta años haciendo teatro de balde es demasiado teatro para un caballero español con empaque de liberal americano. ¡América! Dicen que la primera vez que Sara Bernhardt fue a América, en París Jules Lamaître la despidió así:
–Va usted a mostrarse allá a hombres de poco arte y de poca literatura que la mirarán como mirarían a una ternera de cinco patas... Procure usted salvar su gracia y devolvérnosla intacta... Porque yo espero que usted volverá, aunque esté bien lejos esa América... Entre usted entonces en la comedia Francesa para reposarse en la admiración y la simpatía ardiente de este buen pueblo parisiense... Luego, una hermosa noche, muérase usted en escena repentinamente, en un gran grito trágico, porque la vejez sería demasiado dura para usted...
Más tarde, Valle-Inclán le pasaría la receta lamaîtreana a Belmonte, con el mismo éxito. Frente al problema de España, la solución no es arrojarse sobre el cornete del torillo, por la tremenda, a lo José Tomás; la solución, que viene de Lope, sería ilusión y esperanzada metafísica. Hay que figurarse a Garrigues en la escalera de Buero como al Novalis que también dudaba, turbado, al subir en Berlín una mañana las escaleras de Hegel.