El profesor y el alumno
Jorge Sánchez de Castro
Conocí al profesor Dalmacio Negro, sin tener aún 19 años, cuando me dirigía al aula donde se iba a impartir la asignatura de Historia de las Ideas y las Formas Políticas en la España ochentera de los pelos de colores y en la Facultad de Ciencias Políticas que lindaba con el Palacio de la Moncloa.
Al alcanzar la puerta no pude franquearla porque una fila enorme de alumnos lo impedía.
Pregunté al que daba la vez qué pasaba y me comentó que todos estaban esperando que el profesor Negro les firmase la autorización para cambiar de grupo porque era casi imposible aprobar con él.
Mi curiosidad hizo que entrara al módulo para ver al temido maestro.
De mediana estatura, pero corpulento; con el pelo muy corto y el gesto serio, debo reconocer que por un momento pensé que la mejor opción quizás fuera engrosar la fila con un miembro más.
En ese pequeño espacio donde concurrían el profesor y sus alumnos, y donde yo tenía que elegir entre el uno o los otros, tomé su única lección callada de la política: nunca se elige a los aliados, sólo se elige al enemigo.
Aplicado a mi caso eso significaba que me quedaría con Dalmacio Negro no por él (no le conocía de nada) sino contra los que huían de él, aquella masa que obedecía con unanimidad al prejuicio.
Al terminar de despachar las autorizaciones a sus ya exalumnos apenas quedaban unos pocos minutos para que terminara la clase y no tuve el tiempo necesario para juzgarle.
A la siguiente sesión, con los pupitres medio vacíos, el maestro se abrió de capa y con un ¡oh! silencioso acompañé cada descubrimiento que salía de su cerebro.
Todos los conceptos difusos de la ciencia política eran aclarados y separados con un detalle mínimo que devolvía a cada idea su significado distinto y preciso.
En cada vuelta al mundo cultural en una hora nos enseñaba, por ejemplo, que la teoría de la división de poderes de Montesquieu, tan cara para la España aconfesional del 78, sólo era un remedo de la doctrina cristiana “de las dos espadas”. Toda idea tenía un precedente, una explicación y ésta siempre era cristalina cuando la escuchábamos por primera vez.
Gracias a él leímos por primera vez a Mircea Eliade, a Pieper, a Jaeger, a Bertrand de Jouvenel y, por último, nosotros empezamos a leer a Negro Pavón.
De sus clases y de su pensamiento no se podía volver pues, como decía Durruti de su Columna, “revolucionamos en seguida la vida cotidiana. Una derrota de mi columna sería terrible porque no podríamos retroceder sin más. Tendríamos que llevar con nosotros a todos los habitantes del lugar donde hemos permanecido, a todos sin excepción”.
Estas palabras de Durruti quizás sean las que mejor puedan dar cuenta, en sentido contrario, del nulo interés del profesor en crear una escuela.
Por mucho que a partir de ahora puedan escuchar o leer a algún dizque discípulo, les advierto que nadie puede presumir de serlo porque él temía a los epígonos. Nos advirtió en innumerables ocasiones que lo peor del soportable sociólogo Karl Marx eran sus lamentables herederos marxistas.
Su insistencia en el recordatorio siempre lo consideré una advertencia para que no se nos ocurriera vivir de ser “dalmacianos”.
Negro revolucionó nuestra forma de pensar para siempre y desde entonces sólo podíamos ir con él. Pero el profesor no quería adeptos de los que hacerse cargo, como Durruti, sino lectores atentos a los que ayudar en la comprensión de las “regularidades de la política”, esa serie de constantes que definen al Poder, con independencia de sus ocasionales protagonistas.
Autor de casi infinitos prólogos, siempre con buena disposición para acoger a cualquiera que quisiera profundizar en sus ideas, nos regaló un privilegio: nunca nos equivocamos.
En todos sus libros y en todas sus clases nos ofrecía un catálogo de enseñanzas y de autores donde podíamos encontrar las claves para tomar la decisión correcta ante cualquier debate o evento político.
No recuerdo una sola recomendación que fuera inútil o un texto que me hiciera perder el tiempo. Ni uno solo. Ese es el legado que deja a todos aquellos que quieran conocer su obra. ¿Cabe un maestro mejor?
Para terminar, quiero traer un fragmento de las memorias de su admirado Raymond Aron donde aparece un resumen de una entrevista que Bernard-Henry Lévy le hizo en 1975. Éste le preguntaba a cuento de la histórica disputa Sartre-Aron que ganó el primero, a juicio apresurado de los intelectuales de la época, lo siguiente:
«¿Qué es mejor? ¿Un Sartre victorioso, pero equivocado, o un Aron vencido, pero poseedor de la verdad?».
Tuve la oportunidad de reformular esa pregunta dado que él nunca tuvo a ningún Sartre del otro lado, y hacérsela dos veces al profesor.
La primera fue así: «¿Qué es mejor? ¿Una izquierda victoriosa, pero equivocada, o un Dalmacio vencido, pero poseedor de la verdad?».
Con el paso de los años tuve que ampliar el adversario: «¿Qué es mejor? ¿Un régimen victorioso, pero equivocado, o un Dalmacio vencido, pero poseedor de la verdad?».
El profesor, igual que hizo Aron a Lévy, no me contestó en ninguna de las dos ocasiones.
Les invito a que lean al maestro Dalmacio Negro para que ustedes mismos obtengan la respuesta y, sobre todo, para que cuando piensen sobre lo político y la política nunca se equivoquen.
Leer en La Gaceta de la Iberosfera