viernes, 31 de enero de 2025

Comulgar


Alasdair MacIntyre


Ignacio Ruiz Quintano

Abc


En Segovia, la provincia con que allá por el 78 Modesto Fraile quiso hacer una nación, un cura de pueblo (“Segovianos, segovianos, / somos gente comunera”) niega la comunión a un alcalde socialista, que recurre al gobierno para hacer cumplir la Constitución escrita en vida de Berlanga por Abril Martorell, ingeniero agrónomo, y Alfonso Guerra, director teatral.


La Iglesia Católica no es más que un monstruoso compromiso entre dos fuerzas que se destruyen: el Derecho Romano y el Evangelio –escribió Unamuno, fecundo en paradojas.


Unamuno contaba que, “casi un niño”, al volver de comulgar, abrió el Evangelio al azar y leyó: “Id y predicad el Evangelio por todas las naciones” (eso incluiría la “nación” de Modesto Fraile, y el resto de “naciones” españolas que se sacaría de la manga otro segoviano, y socialista, Anselmo Carretero). Pero el pequeño Unamuno tenía novia, y quiso probar otra vez con el Evangelio, donde esta vez leyó: “Ya os he dicho y no habéis entendido; ¿por qué lo queréis oír otra vez?” Y esta angustia, según Pemán, motivó la tristeza agónica que acompañó siempre a Unamuno.


En la sierra segoviana las tardes de invierno deben de hacerse largas, y cabe figurarse a un alcalde socialista, pillado como el asno de Buridán entre el Derecho Romano de Bolaños y el Evangelio de San Juan, dejando volar la imaginación con las cosas de Freud sobre lo fielmente que el rito de la comunión cristiana repite el sentido y el contenido del antiguo banquete totémico, aunque tan sólo en su sentido tierno, de veneración, y no en el sentido agresivo. Que luego, en su simpática ignorancia, la ministra de no se sabe qué se ponga farruca con una fantasía freudiana y proclame que en España la comunión católica la decide el gobierno de Madrid sólo es otra conquista de la patocracia que entre todos nos hemos dado.


¿Acabar con la Iglesia? A Ratzinger le gustaba una anécdota de Napoleón, a quien un día se le calentó la boca y dijo que iba a exterminar a la Iglesia. “Eso no lo hemos conseguido ni siquiera nosotros”, contestó un cardenal. Pero al sanchismo Napoleón se le queda pequeño. El 78 se comió la Nación y ahora anda a dentelladas con el Estado. La Iglesia, dice el teólogo Cavanaugh, tiene que liberar su imaginación de las garras del Estado-Nación, que nunca ha trabajado por el bien común.


En su forma más benigna, a lo que más se parece el Estado-Nación, según la apropiada metáfora de MacIntyre, es a la compañía telefónica, un gran proveedor burocrático de bienes y servicios que nunca llega a ofrecer una buena relación calidad-precio.


El Estado como compañía telefónica. ¡Oh, justicia poética española! MacYntyre deplora que el Estado-Nación se presente a sí mismo como el guardián del bien común y el depositario de unos valores sagrados. Así las cosas, la tarea urgente de la Iglesia, insiste Cavanaugh, es desmitificar el Estado-Nación y tratarlo como a la compañía telefónica.


[Viernes, 24 de Enero]