Celtiberia Show
Jean-Juan Palette-Cazajus
Este tipo de incomprensible negación ideológica de la propia sustancia de la historia sólo puede sustentarse mediante una forma extrema de la modalidad de pensamiento conocida como “contrafactual”: actúo como si lo que pudo ocurrir, pero no ocurrió, hubiese ocurrido, y como si lo realmente ocurrido no lo hubiera hecho. Y así, en el fondo, se niega literalmente tanto la realidad y el resultado de la Guerra Civil como la de los 35 años de franquismo. Y es que la visión progresista de la historia para nada es materialista, como creen los perezosos, sino puramente metafísica. Es la visión mesiánica de un horizonte abierto de par en par donde todo es posible. La experiencia histórica acreditó siempre todo lo contrario: el proceso acumulativo de los sucesos pasados actúa siempre como una fatalidad irreversible que hipoteca y determina inexorablemente nuestra memoria primero, nuestro porvenir después, y que va estrechando, por definición, el campo de los posibles. Sólo pueden mesarse los pelos ante el éxito andaluz de “Vox” quienes actúan como si la historia del siglo XX español no se hubiese producido. No hay extrema derecha en España fue la ingenua cantinela oída durante años. El franquismo es el único régimen de extrema derecha que consiguió primero sobrevivir, luego estabilizarse durante 35 años en Europa; que terminó consiguiendo innegables éxitos económicos y una notable mejora del nivel de vida (a cambio de renunciar, en ese campo, a la totalidad de sus presupuestos ideológicos iniciales, apuntarse al pragmatismo y beneficiarse -emigración, turismo- de la dinámica de prosperidad de las democracias europeas). En todo caso era pura ilusión lírica; pura ceguera histórica, imaginar que semejante régimen podía desaparecer sin dejar herederos ni huella humana alguna.
Mi profe, Joseph Pérez
Seamos serios. “Fascistas”, nacionalcatólicos, derechistas hormonales, virulentos o estéticos, seguía habiendo muchos, lógicamente, incluso en la España de la bonanza democrática, productos, legatarios o epígonos del largo vivero franquista. Pero existían en un estado disperso que podría calificarse de “gaseoso” en algunos casos, de embrionario en otros. La crisis económica primero, pero sobre todo el sicodrama y el traumatismo catalán terminaron propiciando su tránsito al estado sólido. Las heridas de la identidad suscitan siempre la transgresión irracional. No creo que el concepto de la unidad de España defendido por “Vox” difiera mucho de las rancias definiciones al estilo de “Un Rey, una Fe, una Espada”. Tampoco creo que haya muchos historiadores solventes que sostengan tales concepciones. El espíritu de lo que veneran como la “sagrada esencia” del país, les llega insuflado, creen ellos, como así lo creían sus abuelos del régimen anterior, a través del privilegio de una línea directa mantenida con las covachuelas de El Escorial filipino de la segunda mitad del XVI. Si dedicaran parte del tiempo que gastan en esa rumia obsesiva a la lectura de los memorialistas, juristas, historiadores y comentaristas de la época descubrirían hasta qué punto el concepto de la naturaleza de España que se desprende de tal acervo, poco tiene que ver con el suyo. No resisto la tentación digresiva de una cita, entre las miles posibles, ésta de mi añorado profesor Joseph Perez, Premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales en 2014: «Cuenta el cronista Hernando del Pulgar que, en 1479, al heredar Fernando la corona de Aragón, se planteó en el Consejo Real la cuestión de si no convendría que los monarcas se llamaran desde entonces reyes de España, ya que lo eran de la mayor parte de ella. Por causas que Pulgar no explicita, se resolvió no cambiar nada. Fernando e Isabel, luego los Austrias, no fueron nunca reyes de España, sino reyes de Castilla, de Aragón, condes de Barcelona, etc. Al convertirse en rey de Portugal, en 1580, Felipe II llegó a reunir toda la península bajo su autoridad pero entonces tampoco se transformó en rey de España, sino que añadió el titulo de rey de Portugal a los muchos que ya ostentaba. En su “España defendida” (1609), Quevedo resume la situación con esta frase: “España propiamente consta de tres coronas, Portugal, Castilla y Aragón”. Siguiendo una observación de José Maria Jover, existía entonces una gradación descendiente entre monarquía, corona, reinos y señoríos... ». Acaso conoce siquiera esta gente la existencia de Antonio Capmany y Surís de Montpalau (Barcelona, 1742 – Cádiz, 1813), de vieja familia austracista pero entregado a los Borbones, catalán y español tradicionalista, autor del enardecido panfleto de 1808, «Centinela contra franceses», de lectura diría yo que imprescindible para disfrutar de la aguda percepción diferencial de dos conceptos de la nación, hoy igual de antinómicos que entonces, enunciada por un conservador lúcido. Valga esta cita, la menos significativa pero la más corta.: «[...] ¿Qué sería ya de los españoles, si no hubiera habido aragoneses, valencianos, murcianos, andaluces, asturianos, gallegos, extremeños, catalanes, castellanos, etc...? Cada uno de estos nombres inflama y envanece, y de estas pequeñas naciones se compone la masa de la gran Nación, que no conocía nuestro sabio conquistador, a pesar de tener sobre el bufete abierto el mapa de España a todas horas».
Los Reyes Católicos
Como todas las personas rígidas cuya cerrazón de mollera las incapacita para percibir la vastedad y la complejidad de los problemas históricos, los de “Vox” se han inventado un relato nacional particularmente simplista y pétreo. Si debieran de intervenir políticamente algún día en la lidia del problema catalán, no dudo un instante de que el resultado sería catastrófico. Definitivamente catastrófico. Su relación con el sistema democrático es a lo sumo tangencial y oportunista. Es un régimen político que no les gusta y por el cual sienten un desprecio que ni se molestan en ocultar. Son visceralmente antimodernos y dudo mucho de que les apasione ninguna tradición intelectual posterior al concilio de Trento, sobre todo si tiene que ver con la práctica del debate y del pensamiento crítico, salvando sin duda algún que otro oscuro filósofo tudesco de la “voluntad”. (“wille” en alemán, que así suena más a juventud airada y nacional). Particularmente revelador es su esperpéntico posicionamiento frente a lo que ellos llaman “feminismo radical”. Me cuesta bastante imaginarlos estudiosos, gastándose los ojos en la vorágine de la literatura feminista actual para determinar quienes son las feministas “decentes” y quienes las famosas “feminazis” como les encanta decir. En las vanguardias de ese movimiento, entre sectores que cabría llamar ya “transfeministas” del mismo modo que se habla hoy de transhumanismo, se dicen cosas y se emiten hipótesis tan atrevidas -o tan delirantes- que dudo hayan llegado al conocimiento de las huestes de “Vox” poco curtidas en tan “funesta manía de pensar”. El techo de lo que ellos entienden por “feminismo radical” debe rebajarse mucho: no dudo de que si las circunstancias quisiesen que las mujeres siguieran sin poder abrir una cuenta corriente propia, como ocurría hasta 1975, la demanda les sonaría a “feminismo radical”. La histórica periodista Rebecca West (1892-1983) solía decir “Lo único que sé es que cada vez que mi comportamiento ya no permite confundirme con un felpudo, me suelen tratar de feminista”. Me temo que por ahí debe situarse la máxima dosis de feminismo “radical” susceptible de metabolización por el organismo de “Vox”. Por cierto, directa o indirectamente relacionado con el tema, leí hace unos días un curiosísimo artículo en loor del inaudito tipo de masculinidad que caracterizaría el universo del partido derechista. ¡La masculinidad! ¡Ardua y enigmática palabra! Creo que de “Vox” más bien se deben esperar comportamientos hormonales, algo parecidos, para entendernos , a la particular etología de Millán Astray. El caso es que creí primero que me enfrentaba a una muestra de “fino humor” de segundo o tercer grado. La segunda lectura me convenció de que la cosa iba en serio. Si se me ponen los pelos de punta pensando en la tetanización traumática que se produce debajo de los cráneos musulmanes varoniles ante la menor perspectiva de autonomía femenina, mi reacción en el caso de este insólito escrito no pasó del jocoso sentimiento de retorno al añorado “Celtiberia Show” de Luis Carandell. Pero subrepticiamente se coló en mi cabeza una sencilla conclusión y allí se quedó de “okupa”: cuando los individuos de “género” masculino se asustan ante la perspectiva de tener que convivir con los individuos del “género” femenino en una relación de absoluta igualdad, diría que, de toda la vida, en el habla castellana, a los primeros se les ha conocido como “calzonazos”. Eso sí, no dudo que muy masculinos.
Pero estaba dicho que durante aquella noche triste habría que apurar hasta las heces el cáliz del esperpento. Y ello fue cuando ardientes masas juveniles se echaron a la calle movidas, decían, por su acendrado sentimiento de despecho democrático para protestar por el acceso de los “fachas” al Parlamento bético. “España, aparta de mí este cáliz” escribía desde el frente republicano, en 1937, el peruano Cesar Vallejo. Pues no, no hay manera. La ventaja de estos jóvenes defensores de la libertad, pero enemigos del libertinaje de “Vox”, es que pertenecen a una reciente pero ya bien estudiada tendencia y son el producto de la más rabiosa modernidad.
Centinela contra franceses
En muchos centros docentes y universidades americanas -pero las cosas se han extendido a los principales países anglosajones, sobre todo el Reino Unido y Australia- existen lo que se llaman “Safe spaces”, espacios seguros. Son aulas, anfiteatros y espacios donde los estudiantes han obtenido el derecho a no verse “expuestos” a enseñanzas, tesis, ideas “ofensivas” o “violentas”. Estas tesis “ofensivas” o “violentas” no son las que sospecháis, o apenas. Los dos adjetivos sólo sirven para medir el grado de rechazo ideológico que los “estudiantes” -“desestudiantes” convendría tal vez mejor- manifiestan hacia el contenido de lo que tratan de enseñarles. Muchas de las instituciones aquejadas por este fenómeno son establecimientos de secundaria o universidades donde se nota el peso importante de las llamadas “minorías”. Pero no solamente. Así, recientemente, en una universidad británica, estudiantes de color pero también blancos han obtenido la exclusión de Platón de los programas de filosofía por “facha” y “esclavista”. Así como suena. Imponerle a un estudiante unas enseñanzas cuyos criterios no comparte será considerado como “micro agresión” o franca “agresión” según la delicada conciencia ideológica de los doctos mozalbetes se haya sentido “ofendida” o “violentada”. Espero haberos pillado sentados. En un libro reciente titulado algo así como «Las criaturas mimadas y el espíritu americano» –traduzco yo desde mi inglés zarrapastroso– los autores, Jonathan Haidt y Greg Lukianoff, consideran que esta situación empezó a producirse con la llegada a los “campus” de la generación Internet, los nacidos a partir de 1995. O sea gente que pasa de leer, todavía más de reflexionar, y sólo comunica y se informa a través de las redes sociales donde se relacionan exclusivamente con sus clones. Gentecilla neoanalfabeta que ignora totalmente las nociones de pluralidad, de disenso y de complejidad. Que considera la contradicción como una agresión a la fragilidad de su nidito emocional. En cuanto al título del libro, hace referencia, por supuesto, a la forma en que estos jóvenes han sido criados en casa como pequeñas maravillas de fragilidad, “creatividad” y originalidad. O sea, “capullos” criados en un capullo. Lo siento, el chiste es malo, no he podido resistir la tentación.
Los fantasmas de Vox
La globalización es una triste evidencia. Los corderos que balaban en las calles de Sevilla, Granada o Málaga, narcisillos abducidos por el espejo de su delicada santimonia ideológica, encantados, todos ellos, de haberse conocido, ilustraban punto por punto el síndrome que acabamos de describir.
Me dediqué a la redacción de estas improbables reflexiones el pasado sábado día 8, mientras, detrás de mí, un canal de información continua previamente silenciado venía excretando machaconamente imágenes de la ya rutinaria insurrección sabatina. Sigo sin saber bien qué es este movimiento ni él lo sabe mejor que yo. No veo motivo para el optimismo. Esta vez, el despliegue policial fue absolutamente masivo en París, a diferencia de la semana pasada –no quiero ni pensar en el coste de la broma– hasta el punto de dejar desprotegidas ciudades donde no se temían excesivos desbordamientos. Y así en Burdeos la chusma descerebrada de las barriadas a punto estuvo de incendiar algunos bulevares céntricos. En París, la participación de los “Chalecos Amarillos” en las violencias, ya escasa el sábado 1, fue esta vez ínfima. La violencia y las destrucciones fueron monopolizadas por los “blacks blocs” y otros energúmenos de la ultraizquierda nihilista. Auxiliados por las manadas, poco católicas, de las banlieues, cuya predilección iba, sin embargo, al saqueo de las tiendas de lujo. Estos van con chándal y capucha. No quieren confundirse con los “Chalecos Amarillos” o cualquier otro tipo de “galos” e infieles. Ellos son otro pueblo como dice el geógrafo Christophe Guilluy. Por cierto, si yo fuera Guilluy me pondría ufano: lo anticipó todo en dos libros, «Fracturas francesas» y «La Francia periférica». Pero esta tarde me acordé sobre todo de Max Weber. Él le concedía al Estado el «monopolio de la violencia física legítima». El sábado contemplé cómo el Estado democrático había abandonado este monopolio en manos de unos pocos centenares de sujetos asilvestrados por temor al juicio del seráfico tribunal de los medios. En el código de éste, las violencias y destrucciones serán glosadas sobria y pudorosamente como “condenables”. En cambio, de haberse empleado el necesario vigor requerido para una neutralización eficaz de aquella fauna siniestra, me sé de corrido las fórmulas rutinarias con que se hubiese vituperado. Una de las 2 o 3 versiones posibles habría sido la que alude a “una violencia policíaca inadmisible, digna de las horas oscuras de nuestra historia”.
Burdeos, 8 de diciembre