domingo, 9 de diciembre de 2018

Vecinos siempre problemáticos y siempre contradictorios (Parte 1 de 2)

 El morlaco de la vida


Jean-Juan Palette Cazajus

Un amigo me pregunta por qué doy tan pocas señales de vida, digámosla plumitiva, en los últimos tiempos. Me desconcierta su pregunta. Todos somos peones de brega de la propia vida y ésta es un morlaco bronco, áspero y de mucho sentido. Últimamente, viene derrotando peligrosamente en la punta de mi capote y su lidia acapara buena parte de mi energía (N1). Pero si debo ceñirme a la dimensión gráfica de la pregunta tendré que decir que siempre he vivido abrumado por la omnipresencia de la palabra escrita en nuestras sociedades. Soy un parroquiano fiel de la inmensa y maravillosa librería Mollat, en Burdeos. En cada ocasión el sentimiento de vértigo que me inspira el piélago de los libros y el omnipresente olor a papel impreso sigue siendo el mismo que el primer día. Pero esto suscita siempre en mí otro sentimiento derivado que asimismo me suele embargar vertiginosamente y que estaría dispuesto a calificar como el de “la aporía fundamental”. Me refiero a la difícil enigma de la articulación entre escritura y pensamiento, algo que yo tiendo irresistiblemente a considerar más bien como una incompatibilidad. En la literatura como en el toreo hay una lidia exterior, de adorno y “detallitos”: ni sé ni quiero escribir bonito. Y hay un toreo interior, de fondo, el de las llamadas suertes fundamentales, que quisiera, pero no alcanzo a dominar. Toreo auténtico y literatura de fondo son arriesgados, absorbentes, agotadores. Tan letales como ingratos.

Y así la fluidez y el caudal de la escritura suelen ser inversamente poporcionales a su tenor reflexivo. Hasta el punto de que son incontables las escribidurías cuya única condición de posibilidad es el páramo de la idea. Creo haber contado en alguna ocasión el sentimiento de total micronización que padezco cada vez que pienso en el ritmo productivo de Michel Onfray, sin duda el filósofo mediático por excelencia: casi dos libros anuales desde hace 30 años, uno de 600 páginas y otro, “pequeño” de “sólo” trescientas. Sin hablar de los incontables artículos, conferencias e intervenciones mediáticas. Pero Onfray, estupendo divulgador, saludable provocador, imprescindible desmitificador -particularmente de las religiones- también es cierto que nunca será Spinoza ni Heidegger.

 La librería Mollat

A fuer de sincero, es posible que mi silencio, mi repelús  ante el cacareo cotidiano, tenga que ver con el drama catalán. Estos acontecimientos absurdos, este descarrilamiento irracional de la historia, me dejaron tetanizado. Como han tetanizado, de alguna manera, el país. Como han tetanizado otro francoespañol, de quien siempre me sentí próximo, Manuel Valls. De alguna manera el reto independentista “ensimismó” a España y la ha venido aparcando en una vía muerta de la historia en espera de cómo van saliendo los toros. Y el autoaislamiento en esta vía muerta ha puesto en marcha formas de pensamiento que sólo se pueden calificar de autistas. Se han descongelado las peores bacterias de la historia patria y las vemos proliferar con un vigor inimaginable hace solamente un año.

Intenté, hará cosa de un año, ofrecer una especie de repertorio histórico del auge de los nacionalismos europeos desde la aparición del propio concepto, no más allá de principios del siglo XIX. Si no eran europeos todos los ejemplos citados, eran orgánicamiente vinculados con la historia del continente o particularmente edificantes, como eran los casos de Turquía y Líbano. Mi intención, en la línea de quien, más allá de las modas intelectuales, siempre consideré un guía esencial y  un padre espiritual, Claude Lévi Strauss (1908-2009), era la de exponer primero los “écarts différentiels”, las diferencias significativas, para terminar convocando los invariantes. Pronto me dí cuenta de que la cantidad y la complejidad de los datos que era necesario manejar para hablar con el necesario rigor analítico casaban mal con la modestia del propósito divulgador inicial  y requerían de mayor envergadura expositiva. Al mismo tiempo me invadió el desagradable sentimiento de que lo que hacía, aparte de insuficiente, no interesaba a nadie. Máxime cuando no era evidente la necesaria visión de conjunto ya que el propósito general del trabajo sólo iba a revelarse con los capitulos conclusivos. 

Propósito general que era el de mostrar cómo en ninguna construcción nacional, ni en las más modestas ni en las más importantes, ni en las más antiguas ni en las más recientes, faltaban factores invariantes que iban desde los puros albures de la historia, las contradicciones, las disonancias cognitivas, hasta los olvidos selectivos, las mitologías inventadas o las ficciones estructurales y, básicamente, la construcción de una “novela nacional” por parte de una minoría letrada.  De modo que las construcciones nacionales pueden resultar exaltantes cuando impulsan el consenso de las diferencias para volverse desalentadoras o casi recesivas cuando se vienen pareciendo a una modalidad de la división celular. Propósito general que era el de mostrar que el modo actual de autoconceptualización y autopercepción de las naciones, cualesquiera que sean, por los individuos que las componen, es tremendamente inestable y en constante proceso de construcción / desconstrucción. Que la naciones sean una realidad incontrovertible es una evidencia. Pero es una realidad inapresable y desconcertante; una entidad dúctil, versátil, y a la postre volátil. Frente a tal multiplicidad de factores resulta más que peregrino el concepto de esencia. Hablar de la España “eterna”, de la Francia “eterna”, de la Cataluña “eterna” no podía ser, con perdón, más que una solemne “ch….da” a más de una expresión que ningún historiador medianamente serio se atrevió jamás a utilizar.

Como la taimada salud  aprovechó además la coyuntura para meter un pitón avieso, el intento terminó penosamente en aguas de borrajas. El último capítulo publicado se había convertido en un cajón de sastre que concentraba un resumen nada menos que de las construcciones nacionales de Polonia, Hungría, Ucrania, Checoslovaquia, Dinamarca, Noruega y Suecia. Al final, incluso aparecía como coda, tratada con inadmisible  superficialidad, la compleja ambigüedad de la historia italiana. Aquello suponía una capitulación en campo abierto: si un solo capítulo podía aparecer como suficiente para los tres países escandinavos, que atravesaron una historia conflictiva –como todas– pero muy entretejida, los citados 4 países del Este, protagonistas cada uno de una historia tan dolorosa como endiablada, esclarecedora de sus posicionamientos actuales y de su renuencia a homologarse con el “mainstream” europeo, requerían ellos mucha mayor extensión. En cuanto a la prevista traca final habría intentado mostrar cómo el síndrome “divergente” catalán cristalizaba de forma compleja y contradictoria, solamente a partir de mediados del siglo XIX, como lo acredita el reciente libro del historiador Joan-Lluis Marfany, impresionante por trapío (960 páginas) y calidad: “Nacionalisme espanyol i catalanitat: Cap a una revisió de la Renaixença”, casi resumible en esa declaración del autor: «En la invenció d’Espanya els catalans hi participen amb autèntic entusiasme». Aquella tardía “divergencia” catalana se vendría produciendo  de forma llamativa y cronológicamente paralela a la culminación del proceso inverso de “convergencia” unitaria francesa, éste a través del auge de la educación nacional gratuita y obligatoria y del afianzamiento de la IIIª República. Los dos procesos eran antinómicos como pocos y requerían un análisis comparativo particularmente apasionante. Todo ello quedó aparcado en espera de mejores tiempos.  Aquel trabajo fallido venía amparado bajo la máxima de un genial escéptico, Michel de Montaigne (1533-1592), sabedor del estado definitivamente carencial de la condición humana: «Une menos la semejanza de lo que separa cualquier diferencia».

 Joan-Lluis Marfani

Pero el pasado fin de semana ha sido fértil en peripecias traumáticas en cada una de las dos patrias. Por un lado la confirmación por los andaluces del ensimismamiento español en el proceso de rumia  autista de la historia desgraciada. Y por otro, pero inversamente, en Francia, el brote absolutamente inesperado de un movimiento desconcertante, casi insurreccional, abierto a los cuatro vientos de la absoluta incertidumbre. Ambos países siempre tan contradictorios. Francia vive una inopinada situación eruptiva cuyas derivas posibles se entreven vertiginosas. Irrumpe una Francia  rural (“rurbana” es el concepto y la palabra adecuada) periférica, desatendida. Que padece un sinfín de problemas unas veces reales otras mentales y en ocasiones virtuales, pero que han reventado inesperadamente como un divieso purulento y se encarnan en un sector de la población heteróclito, improbable, inclasificable. Es la Francia que no sabe hablar en la tele, hostil a los intelectuales, desdeñosa de los libros, amamantada en las llamadas «redes sociales». La Francia de los “chalecos amarillos” cabe holgadamente en los 280 signos del «pensamiento Twitter»: por algún contado genio de la síntesis,  hordas de faltones y de tontos de baba. Recelosa ideológica y políticamente de todos y de todo, abre unas nuevas líneas de fractura todavía difícilmente previsibles. Espontánea y desconfiada, ingenua, absolutamente ignorante de que la fragilidad de los mecanismos socioeconómicos reacciona con hipersensibilidad desastrosa frente a cualquier medida brutal o irreflexiva, esta Francia “outsider”, con sus reivindicaciones contradictorias e incompatibles, puede abrir atolondradamente las puertas a la catástrofe. Me di cuenta el otro día de que “Le Monde”, ante lo que estaba ocurriendo, había utilizado en su titular la misma palabra que me viniera en mente para calificar mi propio estado de ánimo: “abasourdis”. Así fue como nos sentimos efectivamente, "Le Monde", yo y bastantes más ante la inesperada erupción: “abasourdis”, o sea “pasmados”. Francia, laboratorio de las ideas políticas durante tres siglos, parecía ajena al fenómeno de los mal llamados  populismos europeos. Decide participar en el concurso y parece ofrecer, de buenas a primeras, la versión químicamente pura del fenómeno. Ya hablaremos. La cosa no hace más que empezar.

Repito que lo que me mueve a echar hoy mi cuarto a espadas es la concomitancia de la irrupción, en los dos países vecinos, de dos eventos políticos absolutamente contradictorios. Y es esta contradicción la que los hace ilustrativos de dos momentos históricos singulares e intransferibles. Si yo fuese un dandi cínico e nihilista babearía de gusto ante la incertidumbre vertiginosa que  está despuntando en Francia. Y si yo fuese un dandi cínico e nihilista bostezaría de aburrimiento ante el resultado de las elecciones andaluzas. Las opciones presuntamente más rompedoras, a la izquierda y a la derecha, venían en realidad pringadas por los peores mohos de la historia española. No hacían sino acelerar la historia del ensimismamiento. Todos los electores andaluces votaron con buena parte de la cabeza en otra cosa. Y un 27%, los de “Podemos” y  los de “Vox” lo hicieron obnubilados por esa otra cosa. Por la vieja pesadilla. Me refiero al festival de falsificaciones de las memorias históricas que la España  terca y autista viene celebrando desde hace unos cuantos años: la de España, la de Cataluña, la de la Guerra Civil, la del franquismo. Entiéndase una cosa: la reivindicación de que las víctimas republicanas de las cunetas o los páramos sean rescatadas, y equiparadas en la memoria y el respeto a las del bando vencedor, recordadas y mimadas durante tantos decenios, me pareció siempre una cuestión de simple humanidad. La falsificación de la memoria histórica a la que me refiero es otra. Sabemos que los fanatismos –tanto el  ideológico como su progenitor el religioso– tienen la misma y asombrosa capacidad de borrar hasta la percepción inmediata de la realidad fenomenal. Lo sabemos pero no lo creemos. No es tanto que “Podemos” y sus allegados ideológicos quieran “invertir” el resultado de la Guerra Civil como machacan algunos. No tienen la cabeza puesta en la derrota sellada el 1 de abril de 1939. Ni siquiera la tienen en el 18 de julio de 1936. Piensan, por decirlo de alguna manera, una anterioridad posibilista siempre ideal.

 Ni sindicato ni política
Sólo el pueblo, dicen

Como todos los clanes primitivos, necesitan un “mito de los orígenes”. Siguen negando básicamente -como  ya lo hicieran en aquellos años fatídicos los revolucionarios- la realidad sociológica de la época, de la misma manera que su proyecto político sigue negando la actual. Su fe, como todas las fes, es insensible a los desmentidos de la racionalidad y de la realidad factual. No creen en Dios, creen en el Pueblo. Pero, como el de Dios, el concepto de Pueblo es modulable y manipulable a placer. Hasta el punto de tapar o reducir a una referencia meramente simbólica, luego eliminable de una forma o de otra, el peso abrumador de la realidad, en este caso la que impone su evidencia a través del libro de M. Álvarez Tardío y R.Villa García, “1936. Fraude y violencia en las elecciones del Frente Popular”, Madrid, Espasa, 2017. Lo que me interesa hoy no es la labor ímproba de los dos autores por esclarecer definitivamente la cuestión de las manipulaciones por la coalición de Frente Popular del resultado de las elecciones de febrero de 1936. Lo que me interesa es lo que todos sabíamos pero que el citado libro materializa por fin y coloca clamorosamente en el primer plano de  nuestras conciencias: las derechas y el centrismo moderado constituían, en 1936, una leve pero real mayoría sociológica profundamente horrorizada ante las amenazas revolucionarias en ciernes. No se trataba de un puñado de capitalistas y señoritos desalmados, fácilmente desechables en “las letrinas de la Historia”. Por más que también existieran. Podemos entender que tantas mentes analfabetas, devoradas por la tremenda miseria social y postergadas por lo que eran entonces las peores desigualdades de Europa, pudieran aferrarse en 1936 a la fe en lo que Salvador de Madariaga llamaba el “Santo Advenimiento”  revolucionario. En cambio, toda mente medianamente educada y conocedora de la sociedad real tenía que haber entendido que no había más horizonte que el desastre ineluctable….

Seguiremos mañana

Nota 1: Nadie se extrañe por el frecuente recurso a expresiones taurinas en este texto. Es puro deber de militancia. La presión animalista nos ha declarado una guerra a muerte. Yo sigo usando cualquier oportunidad de mantener viva la memoria taurina en el corazón fundamental del lenguaje.

El Santo Advenimiento