martes, 18 de diciembre de 2018

La rebelión de la France "moche" (Parte 1 de 2)

 La France "moche"


Jean Juan Palette-Cazajus

Feo se dice en francés “laid”. Si bien todo el mundo dice “moche”, más familiar pero más rotundo y definitivo. La rebelión de los “chalecos amarillos” se manifestó desde un principio y de forma muy reveladora a través de la ocupación de los llamados en Francia “ronds-points”, en España, rotondas. Rotondas las hay en muchos países pero creo que en ningún país europeo proliferaron tanto y con tanto protagonismo, viario, estético y sociológico, como en Francia donde se cuentan por muchas decenas de miles. Las razones hay que buscarlas tanto en la geografía como en la peculiar configuración demográfica. En Francia hay  36 000 municipios por poco más de 11000 en Alemania, más poblada, y solamente 8000 y pico en España como en Italia. En Francia abundan los pueblecitos y las ciudades de pequeño tamaño entre 5000 y 20 000 habitantes. Desde los años 50 del pasado siglo, la civilización del automóvil traducida en el éxodo rural y el crecimiento económico, necesitó la construcción de una tupida red de infraestructuras viarias que fueron la causa de una periurbanización progresiva del país. El abismo socioeconómico que separaba la fuerte identidad de una cultura todavía rural, tradicional, pero económicamente rezagada, de la Francia urbana se fue difuminando paulatinamente.

 Rotonda bucólica

Esta tendencia inexorable a la periurbanización conoció además una fase aguda de aceleración en los últimos 20/30 años. Por un lado, muchos hijos y nietos de aquellos que habían huido del campo ingrato sin volver la vista atrás, en busca del bienestar urbano, fueron presa del deseo irresistible de volver  a una soñada campiña y a unas aldeas de nuevo fantaseadas como bucólicas y apacibles. Por otro, el precio cada vez más prohibitivo de la vivienda urbana fue también la causa que empuja y sigue empujando inexorablemente los numerosos candidatos a alejarse de los centros urbanos en busca de un precio de la vivienda más asequible. Eso sí, todos tienen en común la obsesión francesa por la casa individual que cualquier visitante que se asome a sus contornos comprueba de modo inmediato. Así que los intersticios de territorio aprovechable, que sobrevivían entre los tentáculos de una red viaria que va mutilando y segmentando los paisajes, se fueron rellenando de “lotissements” (productos del “loteo” de terrenos), o sea urbanizaciones de casas individuales, a cual más uniformes y monótonas. También de hipermercados y zonas comerciales varias, salpicadas de inmensos y desoladores aparcamientos, probablemente los únicos espacios comunes que todavía comparten urbanos y “neorrurales”. Pero este proceso imparable de densificación  periurbana viene siempre acompañado de la progresiva amenaza de atasco en la fluidez y la velocidad de la circulación sanguínea indispensable para la supervivencia del organismo laboral y económico. Por lo cual la densificación urbana ha de venir acompañada por la correspondiente densificación y multiplicación de los vasos circulatorios y todas a una, como en Fuenteovejuna, acaban de transformar el sueño bucólico en pesadilla de asfalto y hormigón

En cuanto las multitudes urbanas o periurbanas empezaron a migrar hacia el campo se inició la reacción orgánica que en pocos años transformaría sotos agrestes y pajaritos cantores  en las versiones más torvas y desangeladas del urbanismo periférico. Hablar, como suele hacerse, de población “neorrural”, aparte de un timo léxico y semántico, suena cada vez más a broma de mal gusto.  La neorruralidad es la negación de la ruralidad. También se califica a esta población de “rurbana”,  adjetivo que tiene al menos  el mérito de reflejar correctamente la proporción real de los ingredientes de este tipo de vida, en que la “ruralidad” cabe en la “R” inicial, y es lastrada a continuación por las seis letras de la condición “urbana”. Esta Francia periurbana de las urbanizaciones, de los centros comerciales, de los paneles publicitarios, de los aparcamientos interminables, de los intercambiadores, la del hormigón y del asfalto, es la que muchos llaman ya, creo que con sobrada propiedad: “la France moche”, la Francia fea.

 Rotonda geográfica

La mayoría de su población la constituyen, aparte de los jubilados, gente que diariamente  va a trabajar a 20, 30, 40 km... ¡hasta 200 en algunos casos! Regresan por la tarde o la noche a barrios silenciosos -su única ventaja- sin vida ni animación alguna, ven la tele, se acuestan y vuelta a empezar. Una encuesta reciente cuyo resultado mediano oculta la disparidad de los casos individuales, dice que gastan una media del 13,5% de sus ingresos en el capítulo transporte por el 12,5% en alimentación. Estas cifras equivalen realmente a ordeñar una pulga con guantes de boxeo, pero dan una leve idea de las prioridades. No todos los “chalecos amarillos” son periurbanos -hay buena parte de urbanos entre ellos- ni mucho menos todos los periurbanos se han movilizado con los “chalecos amarillos”. Además la procedencia social es seguramente la más variada que haya conocido jamás en Francia ningún movimiento de protesta. Las facultades de sociología y economía se han apresurado a mandar a sus becarios y encuestadores para que tostasen a preguntas los “chalecos amarillos” en sus feudos de las rotondas. La mayoría de ellos estaban encantados de contar sus cuitas al darse cuenta de que, por primera vez en su vida, existían para los medios y los intelectuales.

Una buena tercera parte de los “chalecos”, la minoría más importante, son empleados en el sector de servicios, luego hay jubilados, obreros, artesanos, comerciantes, parados, pequeños empresarios. ¡Ah! Y entre ellos muchas mujeres, del orden del 45%. Los hay que lo pasan mal o muy mal, los hay que no lo pasan tan mal, los hay que viven correctamente y algunos incluso muy correctamente. Muchos sienten el temor a verse desclasados. Todos manifiestan sentirse despreciados, por las élites y por los políticos. Los más vulnerables no ocultan sus sentimientos de odio y humillación. Para muchos el sueño de la casita periurbana con sus rosales, tulipanes o madreselvas, su pedacito de césped o de huertecito, se les ha ido poniendo cuesta arriba, endeudados, asomados al precipicio económico cuando no sumergidos en él. Detrás de una forma de vida digna, a veces para fardar ante los vecinos, se oculta a menudo mucha zozobra e incertidumbre. Han querido cumplir con el modelo de clase media que les han proporcionado, el que les muestran las series de la tele. Ellos consideran (razonablemente) que también tienen derecho a él. Clase media “baja” -¡qué despiadada es la cuchilla de la guillotina adjetivadora!- en vías de proletarización como bien explicó el geógrafo Christophe Guilluy al que ya aludimos el fin de semana pasado.


 Rotonda ufológica

Si han leído la lúcida entrevista con Peter Sloterdijk que traduje hace dos días, algunos se acordarán de que el filósofo germano mostraba su buen conocimiento de la realidad que acabo de bosquejar: “Ellos expresan la casi precariedad de sus modos de vida entre falsa urbanidad y falsa ruralidad”.

Los famosos “ronds-points”, las famosas rotondas son de todo tipo. Las hay bucólicas, ajardinadas y casi acogedoras. Las hay imaginativas, artísticas, temáticas o que hacen la promoción turística local. Las hay pretenciosas y horteras y las hay gloriosamente kitsch. En los ejes más transitados o en las zonas industriales y comerciales están las más extensas inhóspitas y despejadas y son las que han elegido preferentemente los “chalecos amarillos” para montar sus chiringuitos reivindicativos, a veces verdaderos campamentos,  sustentados con ingentes cantidades de provisiones de boca como para enfrentar la perspectiva del Sitio de Zaragoza. Ello por cierto en abierta contradicción con el leitmotiv de muchos “chalecos amarillos” cuando ven acercarse una cámara: “Vengan a mi casa y les enseñaré el frigorífico vacío”.

De las incontables entrevistas en los medios hablados o escritos se desprende una constante: el entusiasmo con que muchos de los participantes relatan el descubrimiento de una nueva dinámica relacional, de una sociabilidad intensa y cálida que no creían posible. En la “revuelta de los “ronds-points” se establecen, por lo visto, vínculos de todo tipo, incluso amorosos. Han aprendido a convivir, a escucharse y a respetarse gente de opiniones contrastadas cuando no radicalmente opuestas. Los okupas de las rotondas son generalmente moderados y pacíficos, por más que se muestren a menudo muy vehementes. El panorama cambia cuando nos asomamos al elenco de los cabecillas salidos de la nada como ocurre en todos los procesos de efervescencia popular. Surgen por doquier, como moscas a la miel, atraídos por los micros y las cámaras del mundo mundial. Los hay interesantes, juiciosos y avispados, son los menos, y los hay insufribles, descerebrados e inquietantes, los más. Pero la angustia surge cuando nos sumergimos en el abismo de las redes sociales, fundamental en el nacimiento, el auge y la continuidad del movimiento.

 Rotonda política

Pierre Bourdieu (1930-2002), el gran gurú de la sociología entre los años 1980-2000 -por cierto, ex alumno del mismo liceo que yo- creó la importante noción de “capital cultural”, casi más importante que el económico para la reproducción del orden social. Por “capital cultural” se entiende la fundamental diferencia entre la herencia recibida por un niño que nace en una familia con estudios universitarios, con tradición cultural, con suscitada afición a la lectura o biblioteca familiar y la herencia del que nace en una familia donde son ausentes todos estos criterios. En el caso de los “chalecos  amarillos” cabe considerar que su carencia de capital cultural es superior a la de capital económico. La mayoría no saben expresarse, les cuesta enhebrar frases, carecen de vocabulario, tienden a repetir lo que les oyen en los medios a sus compañeros más mediatizados. Desde su origen, el movimiento aparece como la absoluta emanación de los grupos de Facebook, algunos con cientos de miles de seguidores.

Leí hace poco un texto de Brice Couturier, politólogo al que aprecio mucho, sobre la relación entre populismo y redes sociales. Apoyaba su opinión en los artículos recientes de dos especialistas y analistas del mundo de la información, el británico Jamie Bartlett y el español Enrique Dans. De todo ello cabía inferir que el populismo se caracteriza por proponer respuestas inmediatas y simples a problemas complicados y por designar, generalmente, chivos expiatorios. También pretende hablar en nombre de “la gente sencilla y oprimida” contra una “élite distante y corrompida”. De allí que las redes sociales proporcionen la plataforma ideal para estos dos ángulos de ataque. A través de Internet o de las redes sociales todo aparece ultra sencillo, personalizado, asequible, inmediato. ¡Cuán frustrante se muestra, en comparación, el mundo de la política! Necesita conocimientos, expertos, largos debates, compromisos. Esto choca con nuestros hábitos de consumo mediático: lo queremos todo y lo queremos ahora mismo. En las redes sociales -dice Enrique Dans  «estamos rodeados de "amigos" cuyas opiniones compartimos, que nos hacen sentir bien con nosotros mismos, identificados, comprendidos y protegidos. Ellos reafirman  nuestras creencias y se convierten en una cámara de eco, una burbuja que filtra lo que leemos, moldea nuestra visión del mundo y simplifica una realidad que encontramos increíblemente compleja. Dame mensajes que quepan en un tweet. Mejor soluciones sencillas, mensajes claros y concisos que las áreas grises de la incertidumbre frente a problemas complejos que no quiero molestarme en comprender».

 Rurbanos

Y así los “chalecos amarillos” desconfían de toda fuente de información que no sean sus grupos de Facebook. Entre ellos hay honrosas excepciones. Pero ahí tiende a reinar la diarrea imprecatoria, el complotismo, las “fake news” más delirantes. Fue muy compartido y enriquecido cada vez con más detalles el bulo según el cual Macron había organizado el atentado de Estrasburgo para desviar la opinión pública del problema de los “chalecos”.

Solo a través del autismo paranoico generado por los grupos de Facebook se entiende el odio que tantos “chalecos amarillos” profesan hacia Emmanuel Macron. Confieso que me sentí “catastrofado” como se dice en Francia, o sea todavía más que consternado, al comprobarlo. Confieso que, de inmediato, no pensé en la teoría del chivo expiatorio sugerida lo mismo por Sloterdijk que por nuestros especialistas en redes. ¡Y eso que siempre sentí fascinación por las tesis y la obra de René Girard! Confieso que olvidé hasta qué punto la designación de una cabeza de turco nos da el sentimiento de tener masivamente razón,  nos regocija y desahoga hasta extremos difícilmente imaginables.

Confieso que a mí también me ha irritado a veces la forma en que Macron “se pasaba” de pijo y de primero de la clase. Siempre pensé que lo hacía para mostrar hasta qué punto él era otra cosa, iba “con la verdad por delante”, sin la demagogia ni la caspa de sus predecesores. Y aquí se me olvidó la vigencia y la utilidad de la tesis del “capital cultural”. Odian a Macron precisamente por ser el primero de la clase, por ser demasiado brillante, por mostrarles que él era algo con cuya perspectiva ellos no podrían haber soñado jamás. Le odian por tener razón despreciándolos. Al menos así lo creen ellos, o quieren creerlo.

La siguiente pregunta es saber a dónde irá a parar todo esto. Advierto de antemano que no tengo ni idea y solo sé que nos obliga a ir ampliando horizontes…

Seguirá.

Corral periurbano