Ingenioso pero apócrifo
Jean Juan Palette-Cazajus
Entre los eslóganes y las pancartas de los “chalecos amarillos” proliferan las citas y evocaciones de la “Gran Revolución”. (Recordaré que la formulación mayuscular, lo mismo que la de “Gran Nación” no se deben al ombliguismo galo sino a la pluma de Immanuel Kant). Baste recordar que el pobre Macron se ve comparado con Luis XVI y amenazado con verse parecidamente cercenado por la guillotina. Sólo hubo una revolución en la Historia y fue efectivamente la francesa. Porque operó el tránsito de una sociedad regida por el orden divino a una sociedad regida por el orden humano. Dicho de otra forma, llevó a cabo la metamorfosis de unas sociedades determinadas, desde la aparición de los primeros grupos humanos estructurados, por unas representaciones mentales heteronómicas, en unas sociedades determinadas por la autonomía de la razón crítica. Aquella revolución lo fue precisamente porque advino sin saber que lo era ni poder anticiparse a sí misma. La presunta respuesta del duque de la Rochefoucauld a Luis XVI “¿Es una revuelta?”, “¡No, Majestad , es una revolución!”, “è ben trovata”, que dirían los italianos, “ma non è vera” en absoluto. La Revolución Francesa fue a la vez el barco y las olas que lo zarandeaban. Sus protagonistas se encontraron a bordo de una nave anónima cuyo nombre les cupo decidir al propio tiempo que se veían acorralados por un doble desafío: evitar que el navío naufragara y, a la vez, arrumbarlo hacia un puerto hipotético, que sólo podía existir en sus cabezas.
Erotización y represión
Después del inaudito terremoto de la Revolución Francesa pudo configurarse el concepto de “revolución” y la consiguiente representación mental se instaló entonces en las cabezas. Nació así en el imaginario occidental un concepto salvífico fundamental, un equivalente terrenal de la escatología cristiana. Deriva bastante lógica a poco que recapacitemos y consideremos que la razón autónoma no funcionaba en el vacío interestelar sino asentada sobre el sedimento histórico y cultural de la historia y las mitologías judeocristianas. El concepto de revolución sería impensable sin la particular teleología de nuestra religión dominante. La revolución social se convierte pues en la versión moderna de la puerta del paraíso, en el “Santo Advenimiento” como la calificaba lúcidamente Salvador de Madariaga. El quid pro quo es trágico: detrás de la puerta del paraíso decíase que aguardaba la felicidad eterna; detrás de la revolución sólo aguardan la contingencia humana y los pedregales de la Historia. La Revolución Francesa fue un cataclismo porque operó el tránsito de un orden literalmente “prehumano” al orden humano. Si considerásemos que la existencia del orden heterónomo, el que nació con los primeros grupos humanos mínimamente organizados, corresponde a la duración de un día, el tiempo transcurrido desde la Revolución Francesa apenas si llegaría al último minuto de ese día. Un minuto, pues, llevamos viviendo, proporcionalmente, en la era moderna del individuo en tanto que sujeto responsable y autónomo. Hasta podemos entender por qué sigue habiendo cabezas incapaces todavía de acceder a la mayoría de edad.
Quiero decir que si la Revolución Francesa fue una revolución ontológica, es decir vertical, las que siguieron fueron absurdas tentativas horizontales. Dicho de otra manera la Revolución Francesa arrancó el destino humano a las determinaciones metafísicas. Las revoluciones que siguieron fueron y siguen siendo una tentativa infantil de devolverle al Hombre un horizonte metafísico. Pero ya no existe manera de imponer horizontes metafísicos sin que medien la coerción y el terror. Todas las presuntas revoluciones posteriores a la francesa fueron horizontales porque ya no pretendían subvertir la verticalidad del viejo orden sobrenatural sino actuar sobre la naturaleza terrenal de las sociedades humanas. Su objetivo eran la justicia y la igualdad social. También la Revolución Francesa fue una revolución social y éste fue el sector donde más cojeó. Las revoluciones sociales fracasaron sistemáticamente porque trataron de imponer una terapia mágica a cuestiones que sólo pueden abordarse desde la racionalidad ética. La debilidad de los franceses es la propensión a anteponer la igualdad a la libertad. La debilidad de los americanos es la inversa. Seguimos sin saber cuál es el peso real en la sociedad de los “chalecos amarillos”. El número de los que salieron a las calles siempre fue minoritario. No creo no obstante que se trate de una pura creación mediática como proclaman algunos. Pero lo que ciertamente fortaleció el movimiento fueron las encuestas que le atribuían al principio un apoyo muy mayoritario de la opinión pública, apoyo que fue bajando al hilo de los desórdenes y los desbordamientos de los famosos “sábados insurreccionales”. Es evidente que los “chalecos” se miraron y se vieron muy guapos en el espejo de los medios, se mitificaron a sí mismos y se autoerigieron -tendencia muy francesa como muy bien explicaba Peter Sloterdijk- en la encarnación del “pueblo soberano”. Hoy las democracias occidentales, más que una realidad, son efectivamente una representación posmoderna y teatral de sí mismas.
Hace cinco días
Puro teatro fueron aquellos sábados truculentos, durante los cuales poco les faltó a algunas agencias de viaje para organizar “tours” que permitieran observar, desde barrera de sombra, al auténtico pueblo francés practicando su actividad favorita: “la revolución”. Detrás de los antidisturbios -los llamados CRS, o sea “Compañías Republicanas de Seguridad”-, detrás de los manifestantes, o en medio de unos y otros, eran muchos cientos los fotógrafos, cámaras y reporteros de universal procedencia, conectando en directo entre las nubes de gases lacrimógenos y el resplandor de las hogueras. Como decía un corresponsal inglés: “Para un reportero, una manifestación en París es como una función en la Scala de Milán cuando se es aficionado a la ópera”.Y aquellos que manifestaban porque se consideraban los parias de los ghettos periurbanos, inflaban el pecho y pergeñaban, para los micros en directo, frases que sonasen a Saint-Just o Robespierre, o componían la figura y heroicizaban el gesto en el momento de atizarles un adoquinazo a los CRS. Mientras tanto, dos acendrados demócratas y humanistas, Vladimir Putin y Recep Erdogan, suplicaban a las autoridades francesas moderar el uso de la violencia contra el propio pueblo. Lo cantaba La Lupe (1936-1992), “tremenda” cantante cubana: “¡Puro teatro!”.
O “carnavalización” de los momentos políticos como los llamaba Sloterdijk en la famosa entrevista. En la misma, reprochaba a un conocido polemista francés el que llamase “Jacquerie” a la revuelta de los “chalecos amarillos” cuando la participación de los labradores había sido inexistente. Fue un fallo en el dominio del francés por parte de Sloterdijk, que mostraba desconocer que si la palabra “jacquerie” se refería originalmente a las antiguas y anárquicas revueltas campesinas, cosa que yo apuntaba en una nota, hoy se emplea en la general acepción de una revuelta errática y sin objetivos claros. De modo que a mí también me vino en mente, desde un principio, la palabra “jacquerie”, algo que me lleva a compartir lógicamente el criterio del pensador alemán cuando nos dice que «el movimiento de los “chalecos amarillos” expresa de manera clamorosa la gran crisis de la representación en que estamos inmersos». En este sentido el rechazo de la representación, la idea, tan extendida entre los “chalecos”, según la cual los parlamentarios y los cuerpos intermediarios sólo pueden ser parásitos, ladrones, inútiles o traidores de la voluntad popular, es característica de las culturas democráticas en estado de precariedad.
Louis-Antoine de Saint-Just (1767-1794)
Para empezar, la democracia no es un tipo de régimen político. Solo puede ser una hipótesis filosófica. Los valores democráticos sólo actúan en tanto que categorías rectoras como decía Kant. Fundamentalmente, lo que se entiende por democracia sólo debería ser posible en una sociedad de humanos perfectos. Por algo decía precisamente el sabio de Koenigsberg que “nada recto se puede hacer con el árbol torcido de la humanidad”. Peor aún, la democracia, porque azuza la inteligencia humana, porque estimula el espíritu crítico, porque extiende y aleja la línea de los horizontes hasta el vértigo, tiende a provocar mayores frustraciones que satisfacciones. Creo que algo de esto contaba el gran Camus en “El Hombre Rebelde”. Lo comprobaré cuando tenga un rato. En una sociedad abierta, es decir abierta a los cuatro vientos, siempre existe el riesgo del resfriado. No nos engañemos, la mayoría de los soviéticos acataba el estalinismo que les garantizaba la supervivencia y tenía cerradas a cal y canto las paredes del inmenso establo contra toda corriente de aire fresco. Eran indiferentes al Gulag. Más casi que la ausencia de libertades, a mí me acongojaba la aquiescencia borreguil de la mayoría de la sociedad española a la cutrez existencial del franquismo. Las grandes apuestas de la democracia son también su talón de Aquiles: considerar que a nadie le gusta ser mediocre, olvidar que la obediencia es más confortable que la libertad.
Si las democracias, por definición, son muy imperfectas, es absolutamente legítimo el propósito de mejorarlas. El problema es que casi siempre los remedios propuestos tienden más bien a acabar con ellas. Lo mismo propuestos por los de “Podemos” como propuestos por los “chalecos amarillos”. Todos los curanderos de la democracia tienen problemas con la “representación”. Todos quieren buscarle atajos, todos creen en una poción mágica, la de la “democracia directa”. En una sociedad moderna constituida por muchas decenas de millones de destinos individuales, socialmente segmentada en multitud de fracciones sociales, económicas, ideológicas, la simple idea de la “democracia directa”, antes ya que impracticable, es inconcebible. Durante la gran acampada del “15M” en la Puerta del Sol, las asambleas reunían algunas decenas de participantes ideológicamente miméticos, cuyos debates eran puramente retóricos, exentos de cualquier impacto concreto sobre el organismo societal. Con todo a favor, eran a menudo incapaces de llegar a decisión alguna. Atenienses del campo y de la ciudad, había, a la muerte de Pericles, unos 350 000 entre esclavos, metecos (griegos no atenienses) y bárbaros (extranjeros no griegos). Los ciudadanos, varones mayores de 20 años, hijos de padre y madre ateniense, no llegaban a los 50 000. A la “ekklesía”, la asamblea de los ciudadanos, no solían acudir más de 2000. Y para mayor inri, los escritores griegos se han hartado de contarnos los estragos de la demagogia, de las trampas y de la corrupción en aquella democracia originaria. Pero hoy, seguimos acordándonos de Atenas, no de Esparta.
Impongamos el RICARD
Los sectores más reflexivos de los “chalecos amarillos”, o los asesores de buen consejo que les van saliendo de debajo de las piedras les vienen comiendo el coco con la nueva poción mágica de la democracia: el llamado RIC, o sea Referendum de Iniciativa Ciudadana. Los graciosos lo llaman RICARD, (Referendum de Iniciativa Ciudadana, Apolítico, Republicano y Democrático) como la tradicional bebida anisada. Es la supuesta solución, creen ellos, para devolverle la iniciativa al pueblo. No niego las posibilidades del RIC. Pero no es ninguna panacea y los “chalecos”, tan críticos con los costos de la democracia, parecen no tener idea del inmenso esfuerzo financiero, logístico y administrativo que supone la organización de un referendum. Muchos “chalecos amarillos” confiesan ellos mismos no formar parte de quienes acuden con fiel prontitud a la llamada de las urnas. Dudo de que les dure mucho el entusiasmo inicial por la vía referendaria. Lo más grave es que lo que estimula a los chalecos amarillos”, desde la perspectiva de su virginidad política, es la idea de que la organización de algún que otro referéndum sobre sus reivindicaciones inmediatas sólo podría terminar en una victoria cantada. Algo muy dudoso. Piensan, y no son los únicos, que la democracia sólo cobra sentido cuando ganan los suyos. Huelga decir que la genuina piedra de toque democrática se parecería más bien a la actitud contraria.
El tiempo del Estado no es el de la calle
Para seguir con las metáforas náuticas, la nave macroniana ha quedado seriamente maltrecha por la marejada y no sé cómo podrá completar la travesía. El hombre tiene recursos y me gustaría pensar que el resto de la sociedad también. El inesperado presidente paga una mirada y un corazón excesivamente tecnocráticos. No se puede hablar de “fin del mundo” a gente obsesionada por “el fin de mes”. El fenómeno de los chalecos amarillos acaba de mostrar que también en Francia el funcionamiento de las instituciones democráticas padece entre desengaño y graves fisuras. Tal vez porque hace tiempo que ya no queda en Europa ningún totalitarismo a mano para actuar como repelente. Tal vez porque la cultura de las nuevas generaciones se la proporcionan los estimulantes centelleos de la pantalla del smartphone, no la serena actividad neuronal. Según una encuesta de noviembre 2017, en muchos países europeos la frustración con las instituciones democráticas era mayoritaria en la opinión pública. Encabezaban la lista los países del este: Bulgaria (82% de insatisfechos), Hungría y Croacia (80%), Eslovaquia (74%), Rumanía (67%), Chequia (60%) y Polonia (59%). Entre los países occidentales, Italia tenía 79% de insatisfechos, Grecia (63%), España (60%) y Francia (53%). Una media europea del 33 % consideraba que existen sistemas alternativos tan buenos como la democracia. China va extendiendo inexorablemente su sombra sobre el mundo. Ni en la tradición cultural china ni en la lengua clásica existieron nuncan los conceptos de democracia ni de libertad individual.
Pd: Los países satisfechos con sus instituciones eran Noruega con un 83% de los encuestados, Suiza(79%), Dinamarca (75%), Finlandia (74%), Países Bajos (67%), Austria (64%), Alemania y Suecia (63%), Estonia (59%).
Sin palabras