martes, 13 de marzo de 2018

El desierto castellano



Vicente Llorca

Castilla se estaba quedando vacía.

Quizás fuera la impresión de estos días, con la lluvia. En las riberas de Sayago, ayer, bajaba el agua fuera de los cauces, saltaba las cunetas, se remansaba en cadozos improvisados bajo las peñas. A la tarde, los hilos de lluvia brillaban ya en todos los valles, formando serpentinas en los berruecos, en torno a los quejigos oscuros, saltaban los vados de piedra, sin camino hace tiempo.

Había torrenteras y rachas de granizo, un hostigo frío de repente, la lluvia todo el rato. No había nada más.

Esa mañana habíamos cruzado por la estrecha carretera que sube desde Ledesma, al otro lado del puente de piedra, hacia el norte, hacia los pueblos del Sayago, hasta alcanzar la raya de Portugal, la antigua fortaleza de Miranda sobre el Duero.

En el camino, el ganado se abrigaba en torno a las cercas de granito. Daban la espalda a un frío aguanieve, que se racheaba con el cierzo que había comenzado a soplar a media mañana. Subíamos por las cuestas foscas del otro lado del río. Las puertas de las fincas estaban cerradas. No había nadie en los pueblos.

No nos habíamos cruzado con nadie desde que salimos, temprano, perdiéndonos en los bacheados caminos de la comarca de Garcirrey. Por las alquerías de Ardonsillero, Casasola, Cabeza de Diego Gómez, la propia Garcirrey… En el lugar de Sando, que aún conserva el enorme frontón de piedra al lado de la carretera, el antiguo bar El Paso era ahora una casa baja con persianas cerradas. Alguien nos había dicho que los dueños se habían marchado hacía tiempo. No vimos a nadie en las calles. Ni en Ledesma, la ciudad amurallada, que bordeamos por el lado del Tormes.

En los pueblos del Sayago, que todavía atraviesa la carretera, tampoco había nadie. (Alguien, inoportuno quizá, recordó la clásica mención al sayagués como el lenguaje rústico por excelencia. “Si que, válgame Dios, no hay que obligar al sayagués a que hable como el toledano, y toledanos puede haber que no las corten en el aire en esto del hablar polido” afirmaba el propio Sancho, que nunca presumió de polido).

Más tarde, mientras cruzábamos La Vádima, la dehesa que aún guarda los antiguos muros –y las casas de piedra– de una remota época señorial sobre el crecido regato de La Aceña, el mismo erudito comenzó de repente  a maldecir al liberal Mendizábal y la falaz política que terminó con los bienes comunales, las dehesas del concejo y los cotos de “manos muertas” –los de los pueblos en común. “Ahí comenzó la despoblación” afirmaba, entre feroces amenazas a los liberales.

Una tradición del domingo por la mañana ordenaba en tiempos que las gentes del lugar hubieran salido a tomar el vermut, antes o después de misa. Apenas vimos algún bar abierto en las calles. Un letrero en La Venancia, el mesón de al lado de una gasolinera –adonde siempre nos recogíamos antes de ir a los toros en el Corpus– indicaba que se traspasaba el local. En Almeida, ya en Zamora –lugar de una impresionante y melancólica procesión del Jueves Santo–, no supimos encontrar la taberna oscura desde donde contempláramos antaño, afligidos, el oscuro ritual, entre vasos de un vino no menos oscuro. Bermillo, más adelante, guarda aún las fachadas sobrias de las antiguas fábricas de harina que abundaban en el lugar. Nunca habíamos  entendido la profusión de esos ingenios harineros en unas tierras que no son precisamente de pan llevar. Carrascos y berruecos, pozas y sarmientos ocupan estas laderas: raramente una besana, una gleba o algún otro signo de cultivo. Pero allí estaban, geométricos y con algo de arquitectura metafísica del Novecento italiano, los molinos de trigo sobre la villa en curva, unos altos almacenes de ladrillo sin ventanas cabe la clausurada iglesia de pizarra, cerrados ya. En Moralina, más adelante, ya cercanos a la raya, unos parroquianos  somnolientos se demoraban en la fría mañana en el bar de la plaza. Terminaba la comarca zamorana, nos acercábamos al Duero, a la frontera con Portugal.

En Miranda do Douro, antaño formidable fortaleza sobre la margen del río, las calzadas de piedra guardan aún, bajo la lluvia, las fachadas viejas con balcones adintelados sobre las calles en cuesta. Antaño lugar de peregrinación del domingo, cuando una precaria muchedumbre acudía a comprar las nombradas toallas de felpa portuguesa, no quedaba ya nada, semejaba, de aquel antiguo comercio. La catedral, bajo el aguanieve, seguía mostrando la rara serenidad del país vecino, que elude, incluso en época de entusiasmos escolásticos, el dramatismo que sí advertimos en los templos de la región vecina, Castilla, a este lado del Duero. Un oratorio abierto, tardogótico, conservaba en la ciudad, bajo la tenue luz de las velas, el mismo sosiego, un como hablar en voz baja, parco, que desaparece en el griterío tenaz de la otra margen, Zamora adentro.

Ya adentro de las calles no nos cruzamos con nadie. Quizás fuera la lluvia, que arreciaba. “No queda nadie”, afirmó nuestro amigo dialectólogo. “ La Raya se vacía”. 

No lo hubiera dicho mejor en rústico sayagués, comentó otro. Y marchamos a buscar un obrador de al lado del antiguo Café Rivoli –clausurado desde la época del contrabando– por ver si aún abrían. Y el bacalao de remotos mares lusos y el áspero vino local nos consolaban del día.